jueves, 6 de marzo de 2014

PIEZA FLAMENCA



Un revés, de esas vueltas que da la vida, los juntó en Barcelona. Al fondo de un zaguán húmedo y meado, en una pieza fueron a recalar. Todo encima de ellos, cocina, chécheres, cajas, la rinitis de ella y los gases de él, el colchón y la hostilidad. Por una alta ventanita veían el cielo, por esa misma ventanita maldecían los efluvios de un desagüe. Y se odiaban con toda el alma. Esta característica del sentimiento más difamado, los consagró el uno al otro. No tanto la recesión: Que los españoles decidieran limpiar sus propias miserias. O ahogarse en ellas. Mitigar sus ganas. Sacar a cagar sus perros. Más bien los vituperios que faltaban los pusieron frente a frente. Fue pretexto que un hijo en común le enviara a él, por intermedio de ella, una camiseta de La Selección Colombia. Se encontraron con la piel desolada. Se amaron con un desenfreno parecido al de los viejos tiempos. Escamparon el uno bajo el alero del otro: compartieron escasez, cigarrillos y comida, en silencio cuando estaban sobrios y con agresión cuando bebían. Entonces, él le reprochaba que hubiera vuelto a su antigua vida de puta cuando, con él, había sido dama de los geranios. Ella le reprochaba que se hubiera defecado en el fuego del hogar. Lo insultaba por eso, le gritaba las palabrotas conocidas y otras que le ardían más que su madre en cochinas bocas, palabras inspiradas, llave de judo al pecho: “¡Gonorreico! ¡Incontinente! ¡Fracasado! Borrachos se golpeaban: ella lo descalabraba con una botella, él la pateaba, la puteaba. Sin éxito, la forzaba. Luego por todo y por la desgracia de estar juntos, lloraban al unísono, uno en el hombro del otro. Él lloraba lágrimas tiznadas. Ella se las enjugaba a lengüetazos.

 

viernes, 14 de febrero de 2014

VUELTA A PENÉLOPE



Pertenecía ella a siglos de mujeres que superaron a Penélope. La inútil. Tejía con el primor de las arañas, prendas, lencería y otras ocurrencias.  Y, tal como ellas, nunca desbarataba en la noche lo que tejía en el día. No. Una vuelta de puntos o varetas mal contados se resolvía con la magia de sus dedos. Las ocurrencias, incluso, alcanzaron a abrirle una brecha en las pasarelas, un gurú de la moda le hizo el guiño: su croché expresaba el espíritu de la época, en sus hilos encontraba una explosión de estrambóticas armonías. Pero el hombre de la tejedora se fue. La abandonó. Entonces ella refundió los hilos. O él se los llevó. Ovillos enteros, y, enredado en ellos, el hilo de Ariadna. De otro modo no se explica que ella se volviera muchacha. Sí. Salvo los senos, el vientre, los muslos y rodillas, ella se volvió muchacha. Salvo un nudo de amarguras en la comisura de su risa, ella se volvió muchacha. Sus dedos, laboriosos, sintieron la ausencia de los hilos y le reclamaron. Pero ella sólo escuchó al pulgar. Le compró un I-phone de última generación, y él digitó, digitó y digitó.

sábado, 1 de febrero de 2014

CONTINUACIÓN


Esta es la otra parte: tuvo una experiencia maternal. Él la bautizó “hija” en el tanque del lavadero. La entretenía con pompas de jabón, la ponía a soplar la espuma. Cantaban. Ella, su canto entrecortado, con remotos ecos de las armonías. Jirones de canto, canto en hilachas. Él, esos mismos cantos pero resucitados. Tan bien los cantaba que ella aplaudía. Si ella insistía en llevar su muñeca, él no objetaba nada. Después la envolvía en la toalla. ¡Cómo recibía ella el abrazo de lavanda que las toallas le regalan al cuerpo! La puesta del pañal constaba de los mágicos y acuciosos momentos que ha tenido casi, desde Lucy. Lucy a secas, sin sky with diamonds: mientras él lo acomodaba y ajustaba los cierres, no sin antes comprobar la precisa coloración de los lunares, el cuarteado natural de las arrugas, mientras él respiraba un parte de tranquilidad, ella le desenredaba las greñas a la muñeca. Ese día ella recibió el abrazo de la toalla, la limpia caricia con olor a lavanda y, de camino a la habitación, porque ella gozaba de una habitación, de camino allá, la cabeza blanca de ella se clavó en el hombro de él con un peso hondo, muy hondo. Entonces, él paró en seco y algo en sus entrañas, llamémoslo útero, se desgarró.


miércoles, 22 de enero de 2014

MANDATO NATURAL




Tanto lo conmovió el olor. Superó escrúpulos de la sangre. Ella transpiraba berrenchín. Y esto resultaba tan intolerable que nadie, excepto él, se permitía un resquicio de conmiseración porque, a diferencia del niño, de cualquier niño meado, el suyo era un olor blando y arrugado. Su aspecto era hediondo. La casa hacía rodeos para no mirarla. Para no pasar por el rincón del pasillo donde ella permanecía despiojando sus muñecas, todos, excepto él, ingresaban por una puerta y emergían por otra. Indemnes. Y elogiaban la disposición de la casa que, además, tenía una claraboya por donde se iba el olor. Ella, entonces, permanecía sepultada en el pasillo hasta la hora de comer. En la cocina, sin embargo la recordaban: “Hay que picarle los sólidos a la abuela. Papá no demora” Él llegaba, siempre, más puntual que las agujas del reloj atómico solar. Por encima del patrón llegaba. Oliendo a sudor asoleado, a los humores de la piedra y el cemento, llegaba. Y le daba la comida: “Esta cucharada por usted; esta por mí, madre; esta por los dos” Luego se quedaba a su lado, poniendo paños de agua tibia en el olor. Pero un día, tal como sucede en la naturaleza, el olor venció al pudor. Y él decidió bañarla.

domingo, 12 de enero de 2014

SÍNDROME ESPERANZA DEL CARMEN



 No se trataba de mitomanía, no. Era que callaba los asuntos trascendentales: los nombres de los padres de sus hijos, las relaciones verdaderas, el punto exacto del dolor, la estabilidad del pulso. Nada lograron opiniones ni argumentos, tampoco pareció importarle la idea que tuvieran sobre ella. Se sostuvo en las conductas. El temor exaltado de uno de sus hijos de que una hija suya se topara en amores, de pronto, con el abuelo, no logró conmoverla. Que el hombre alegara descendencia con cola de cerdo y otras situaciones macondianas le valió para que ella lo fulminara con una carcajada. La rivalidad entre todos sus hijos por presumirse, cada uno por su lado, ser fruto del amor, al parecer no la desvelaba. Que la juzgaran mentirosa por el temblor en las manos, era asunto de los otros, y su rasgo personal, tenía su nombre, síndrome Esperanza del Carmen. Privilegio suyo y no de otra, hermana o hija, que la eximía de ejecutar ciertas labores: enhebrar agujas, picar cebolla, suministrarles el jarabe a los niños, etcétera. Y, aunque tembleques ostentaba sus manos en los consultorios, a ningún médico se le ocurrió sospechar un párkinson. Ni siquiera se acordaron del síndrome de munchausen. Es que el temblor nunca fue motivo de consulta, sino los accidentes que tenía a causa de él. Una invención suya, que pregonó cuando desviaba recursos de la canasta familiar para comprar tinte, les sembró la curiosidad a familiares y amigos de atollarse residuos de tomate o de fruta en la cabeza para detener la aparición de las canas. Tal idea estuvo tan a tono con la cosmética  que no podría equipararse a las fantasías de los mitómanos, o quizá es que la mitomanía de tantos varones conocidos acusa una marcada diferencia con la de muchas mujeres. El caso es que a ella nunca se le ocurrió contar que había cabalgado una bala de cañón, o algo por el estilo. Tampoco dijo nada parecido a haber sido tragada y luego vomitada por una ballena. Lo suyo no era tanto mentir sino callar la verdad. Este rasgo de su vida culminó con ocasión de un cáncer de pulmón.  Entonces no se quejó de dolor en la espalda sino en una pierna, en la cara, en una mano. Y ni porque el tumor tenía el tamaño de una bola de pingpong usó la pipa de oxígeno. Hasta donde le alcanzó la autonomía, respiró por sí misma. Y en el postrer momento en que a todos les da por hablar, o confesar, o decir la verdad y, de paso, pedir perdones, el universo concertó a su favor con un accidente cerebro-vascular que le bloqueó el habla. A la tumba se llevó todo lo que no dijo: los nombres de los padres de sus hijos, el dolor verdadero, la certeza e intensidad de sus amores, la real condición del pulso. Y de su cabeza. Pero todos sospecharon que sufrió. ¡Cuánto sufrió!




jueves, 2 de enero de 2014

MUERTA CON DOLIENTES



A esa mujer la reconoció un hombre que veía las noticias: “Es la que enterraron las putas la semana pasada” A esta otra también la enterraron ellas. No las misma mujeres sino otras, también putas y caritativas. Le hicieron un sepelio alegre. Hubo, sin embargo, una lágrima porque no faltó la mujer que cayó en cuenta de que a la difunta no le palpitaba un beso en la frente. Nadie le acarició una mano. Y nadie sollozó su nombre. La solidaridad no se estira hasta esos límites. Eso sí, le dijeron un no rotundo con algarabía y argumentos a la autoridad competente que le dio el bautizo póstumo y la llamó NN. Deliberaron: la bolerista, no por intérprete sino por amante de este género musical, propuso llamarla Virgen de medianoche. Otra,  Lory, propuso Bubulina. Les contó de una puta cuyos amantes, tres almirantes, le llenaban la tina con champaña y con ella se emborrachaban, entiéndase con la bebida, no con Bubulina, ella no se bebía a sí misma. Les explicó que no era cuento sino una película, un libro o ambos.  Pero  a las compañeras no les gustó.  Después de una amistosa deliberación la llamaron Calle, Calle dolida, calle perdida de tanto amar. En la lápida y con carmín escribieron  el nombre, rebelde, por encima de un tímido NN: Calle más Calle. Todo fue domingo ese martes. Incluido el bautizo que estos tienen sus días: fiestas de guardar y domingos. La dejaron descansando bajo una colcha de flores. A diferencia de la primera mujer, ninguna autoridad competente vino a exhumarla.

Manu Chao - Me llaman calle