Un revés, de esas vueltas que da la vida, los juntó en
Barcelona. Al fondo de un zaguán húmedo y meado, en una pieza fueron a recalar.
Todo encima de ellos, cocina, chécheres, cajas, la rinitis de ella y los gases de
él, el colchón y la hostilidad. Por una alta ventanita veían el cielo, por esa
misma ventanita maldecían los efluvios de un desagüe. Y se odiaban con toda el
alma. Esta característica del sentimiento más difamado, los consagró el uno al
otro. No tanto la recesión: Que los españoles decidieran limpiar sus propias
miserias. O ahogarse en ellas. Mitigar sus ganas. Sacar a cagar sus perros. Más
bien los vituperios que faltaban los pusieron frente a frente. Fue pretexto que
un hijo en común le enviara a él, por intermedio de ella, una camiseta de La
Selección Colombia. Se encontraron con la piel desolada. Se amaron con un
desenfreno parecido al de los viejos tiempos. Escamparon el uno bajo el alero
del otro: compartieron escasez, cigarrillos y comida, en silencio cuando
estaban sobrios y con agresión cuando bebían. Entonces, él le reprochaba que
hubiera vuelto a su antigua vida de puta cuando, con él, había sido dama de los
geranios. Ella le reprochaba que se hubiera defecado en el fuego del hogar. Lo
insultaba por eso, le gritaba las palabrotas conocidas y otras que le ardían más
que su madre en cochinas bocas, palabras inspiradas, llave de judo al pecho:
“¡Gonorreico! ¡Incontinente! ¡Fracasado! Borrachos se golpeaban: ella lo
descalabraba con una botella, él la pateaba, la puteaba. Sin éxito, la forzaba.
Luego por todo y por la desgracia de estar juntos, lloraban al unísono, uno en
el hombro del otro. Él lloraba lágrimas tiznadas. Ella se las enjugaba a
lengüetazos.