Hay una mujer muerta y una niña desaparecida. Me acuerdo de mi
propia historia y la de mi madre. Al dictamen de medicina legal no le cupieron
suspicacias. En ese pueblo, la gente se moría. Y se mataba. Y nada quedaba por
decir ni averiguar. ¿Qué le cabía a un carpintero honorable, padre de tres
hijos que quedó viudo de repente? Lástima. Vecino de la comunidad de las
Vicentinas que le mandaban a hacer los caballetes de colgar los mapas, a
ajustar las barandas del altar ¿qué le cabía? Tan pobre el pobre. Acostó el
cadáver de mi madre en la mesa de cepillar las tablas. Y vino la escuela entera
a ver a mi madre muerta. Y a mí. Mis hermanitos prendidos de mi falda. Y mi
padre, tan pobre el pobre. Pero lo que yo sabía no tenía nombre ni palabras
para repetirlo. Lo decía mi madre, por ella aprendí la palabra: torvo. Porque
ella le decía torvo animal, torva mirada; antes de ponerle una mano encima a la
niña, me tiene que matar. Luego vi a mi madre echar espuma por la boca. A las
monjas que llegaron y al médico que él mismo llamó, les habló mi padre del
veneno para ratas. Noches tenebrosas fueron las de esos días, lo sabía mi
corazón. Desplegué sobre mi cama alas para los tres: mis hermanitos y yo. Ellos
se metían debajo de mis brazos. Las alas eran de ellos. Una mano anhelante
subía por mis muslos, la espantaban las alitas de mis ángeles, pero a ellas las
debilitaba el sueño, las sofocaban los regaños, los golpes. Durmiendo con su
hermana nunca serían machos. ¡Tengan! Nadie sabía de los cardenales porque
ellos no iban al preescolar. Durante el día yo los amarraba a mi falda, él los
soltaba, ellos lloraban. No bien terminada la licencia escolar por la muerte de
mi madre, eché para la escuela de la vida. La poca ropa que tenía me cupo en la
mochila, a la hora de la campana, cuando tañía el primer llamado, antes de que
se cerrara el contra portón y empezara una mañana vacía sin mañana, una mañana
con la amenaza de la tarde, una mañana de noches aterradas, yo cogí el camino a
ninguna parte. Tomé un bus, el primero que paró en la estación que estaba
lejos, a veinte cuadras asustadas. Mis hermanitos presintieron mi definitiva
partida. Sus manitas no crecieron nunca, se quedaron para siempre haciendo su
adiós mocoso. Se llamaban Miguel y Ramiro.