martes, 6 de marzo de 2018

EN UN RINCÓN DEL ALMA




Hay una mujer muerta y una niña desaparecida. Me acuerdo de mi propia historia y la de mi madre. Al dictamen de medicina legal no le cupieron suspicacias. En ese pueblo, la gente se moría. Y se mataba. Y nada quedaba por decir ni averiguar. ¿Qué le cabía a un carpintero honorable, padre de tres hijos que quedó viudo de repente? Lástima. Vecino de la comunidad de las Vicentinas que le mandaban a hacer los caballetes de colgar los mapas, a ajustar las barandas del altar ¿qué le cabía? Tan pobre el pobre. Acostó el cadáver de mi madre en la mesa de cepillar las tablas. Y vino la escuela entera a ver a mi madre muerta. Y a mí. Mis hermanitos prendidos de mi falda. Y mi padre, tan pobre el pobre. Pero lo que yo sabía no tenía nombre ni palabras para repetirlo. Lo decía mi madre, por ella aprendí la palabra: torvo. Porque ella le decía torvo animal, torva mirada; antes de ponerle una mano encima a la niña, me tiene que matar. Luego vi a mi madre echar espuma por la boca. A las monjas que llegaron y al médico que él mismo llamó, les habló mi padre del veneno para ratas. Noches tenebrosas fueron las de esos días, lo sabía mi corazón. Desplegué sobre mi cama alas para los tres: mis hermanitos y yo. Ellos se metían debajo de mis brazos. Las alas eran de ellos. Una mano anhelante subía por mis muslos, la espantaban las alitas de mis ángeles, pero a ellas las debilitaba el sueño, las sofocaban los regaños, los golpes. Durmiendo con su hermana nunca serían machos. ¡Tengan! Nadie sabía de los cardenales porque ellos no iban al preescolar. Durante el día yo los amarraba a mi falda, él los soltaba, ellos lloraban. No bien terminada la licencia escolar por la muerte de mi madre, eché para la escuela de la vida. La poca ropa que tenía me cupo en la mochila, a la hora de la campana, cuando tañía el primer llamado, antes de que se cerrara el contra portón y empezara una mañana vacía sin mañana, una mañana con la amenaza de la tarde, una mañana de noches aterradas, yo cogí el camino a ninguna parte. Tomé un bus, el primero que paró en la estación que estaba lejos, a veinte cuadras asustadas. Mis hermanitos presintieron mi definitiva partida. Sus manitas no crecieron nunca, se quedaron para siempre haciendo su adiós mocoso. Se llamaban Miguel y Ramiro.