Tanto lo conmovió el olor. Superó escrúpulos de la sangre.
Ella transpiraba berrenchín. Y esto resultaba tan intolerable que nadie,
excepto él, se permitía un resquicio de conmiseración porque, a diferencia del
niño, de cualquier niño meado, el suyo era un olor blando y arrugado. Su
aspecto era hediondo. La casa hacía rodeos para no mirarla. Para no pasar por
el rincón del pasillo donde ella permanecía despiojando sus muñecas, todos,
excepto él, ingresaban por una puerta y emergían por otra. Indemnes. Y
elogiaban la disposición de la casa que, además, tenía una claraboya por donde
se iba el olor. Ella, entonces, permanecía sepultada en el pasillo hasta la
hora de comer. En la cocina, sin embargo la recordaban: “Hay que picarle los
sólidos a la abuela. Papá no demora” Él llegaba, siempre, más puntual que las
agujas del reloj atómico solar. Por encima del patrón llegaba. Oliendo a sudor
asoleado, a los humores de la piedra y el cemento, llegaba. Y le daba la
comida: “Esta cucharada por usted; esta por mí, madre; esta por los dos” Luego
se quedaba a su lado, poniendo paños de agua tibia en el olor. Pero un día, tal
como sucede en la naturaleza, el olor venció al pudor. Y él decidió bañarla.
PREMIO CASA DE LAS AMÉRICAS 2015 CON: ¨LA HOGUERA LAME MI PIEL CON CARIÑO DE PERRO¨ PUBLICADA POR SEIX BARRAL CON EL TÍTULO: "AFUERA CRECE UN MUNDO" Esta página es sobre palabras de mujer ... Les adelanto que ellas tienen resonancias del siglo, menos por llevar medio vivido que por el gusto que me dan las palabras que dicen verdad, fantasías, las que dicen mentiras y las feas, las palabrotas emocionales que insultan y exclaman, y las palabras alucinadas.
miércoles, 22 de enero de 2014
domingo, 12 de enero de 2014
SÍNDROME ESPERANZA DEL CARMEN
No se
trataba de mitomanía, no. Era que callaba los asuntos trascendentales: los
nombres de los padres de sus hijos, las relaciones verdaderas, el punto exacto
del dolor, la estabilidad del pulso. Nada lograron opiniones ni argumentos,
tampoco pareció importarle la idea que tuvieran sobre ella. Se sostuvo en las
conductas. El temor exaltado de uno de sus hijos de que una hija suya se topara
en amores, de pronto, con el abuelo, no logró conmoverla. Que el hombre alegara
descendencia con cola de cerdo y otras situaciones macondianas le valió para
que ella lo fulminara con una carcajada. La rivalidad entre todos sus hijos por
presumirse, cada uno por su lado, ser fruto del amor, al parecer no la
desvelaba. Que la juzgaran mentirosa por el temblor en las manos, era asunto de
los otros, y su rasgo personal, tenía su nombre, síndrome Esperanza del Carmen.
Privilegio suyo y no de otra, hermana o hija, que la eximía de ejecutar ciertas
labores: enhebrar agujas, picar cebolla, suministrarles el jarabe a los niños,
etcétera. Y, aunque tembleques ostentaba sus manos en los consultorios, a
ningún médico se le ocurrió sospechar un párkinson. Ni siquiera se acordaron
del síndrome de munchausen. Es que el temblor nunca fue motivo de consulta,
sino los accidentes que tenía a causa de él. Una invención suya, que pregonó
cuando desviaba recursos de la canasta familiar para comprar tinte, les sembró
la curiosidad a familiares y amigos de atollarse residuos de tomate o de fruta
en la cabeza para detener la aparición de las canas. Tal idea estuvo tan a tono
con la cosmética que no podría
equipararse a las fantasías de los mitómanos, o quizá es que la mitomanía de
tantos varones conocidos acusa una marcada diferencia con la de muchas mujeres.
El caso es que a ella nunca se le ocurrió contar que había cabalgado una bala
de cañón, o algo por el estilo. Tampoco dijo nada parecido a haber sido tragada
y luego vomitada por una ballena. Lo suyo no era tanto mentir sino callar la
verdad. Este rasgo de su vida culminó con ocasión de un cáncer de pulmón. Entonces no se quejó de dolor en la espalda
sino en una pierna, en la cara, en una mano. Y ni porque el tumor tenía el
tamaño de una bola de pingpong usó la pipa de oxígeno. Hasta donde le alcanzó
la autonomía, respiró por sí misma. Y en el postrer momento en que a todos les
da por hablar, o confesar, o decir la verdad y, de paso, pedir perdones, el
universo concertó a su favor con un accidente cerebro-vascular que le bloqueó
el habla. A la tumba se llevó todo lo que no dijo: los nombres de los padres de
sus hijos, el dolor verdadero, la certeza e intensidad de sus amores, la real
condición del pulso. Y de su cabeza. Pero todos sospecharon que sufrió. ¡Cuánto
sufrió!
jueves, 2 de enero de 2014
MUERTA CON DOLIENTES
A esa mujer la reconoció un hombre que veía las
noticias: “Es la que enterraron las putas la semana pasada” A esta otra también
la enterraron ellas. No las misma mujeres sino otras, también putas y
caritativas. Le hicieron un sepelio alegre. Hubo, sin embargo, una lágrima porque
no faltó la mujer que cayó en cuenta de que a la difunta no le palpitaba un
beso en la frente. Nadie le acarició una mano. Y nadie sollozó su nombre. La
solidaridad no se estira hasta esos límites. Eso sí, le dijeron un no rotundo
con algarabía y argumentos a la autoridad competente que le dio el bautizo
póstumo y la llamó NN. Deliberaron: la bolerista, no por intérprete sino por
amante de este género musical, propuso llamarla Virgen de medianoche. Otra, Lory, propuso Bubulina. Les contó de una puta
cuyos amantes, tres almirantes, le llenaban la tina con champaña y con ella se
emborrachaban, entiéndase con la bebida, no con Bubulina, ella no se bebía a sí
misma. Les explicó que no era cuento sino una película, un libro o ambos. Pero a
las compañeras no les gustó. Después de
una amistosa deliberación la llamaron Calle,
Calle dolida, calle perdida de tanto amar. En la lápida y con carmín
escribieron el nombre, rebelde, por encima
de un tímido NN: Calle más Calle. Todo
fue domingo ese martes. Incluido el bautizo que estos tienen sus días: fiestas
de guardar y domingos. La dejaron descansando bajo una colcha de flores. A
diferencia de la primera mujer, ninguna autoridad competente vino a exhumarla.
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