jueves, 14 de diciembre de 2017

VERUSCHKA




La lente la captó en un pique de gacela. Una sucesión de zancadas estaban presentidas en el arranque, grácil, no pudo ser de otro modo. Ni siquiera de huida, tal es el refinamiento de las gacelas. Y ella va seguida de su vertiginosa trenza. El diseño del traje, secundario, dice de los años setentas. A la imaginación le quedaba establecer si ella huía o si jugaba. O ambas cosas, quizá a causa de un aguacero. Un criterio escueto habla de plasticidad, lo cual, aunque cierto, no lo dice todo. Apenas establece una mediana verdad que se fundamenta en torsiones con la pierna sobre la cabeza y otras poses que no por menos circenses pierden ese carácter extraordinario. A veces las despernancadas parecieran ser cosa de su metro con noventa de estatura. Llega a resultar evidente que una mujer muy alta brinque y le quede bonito; que otra cosa no promete la longitud de sus piernas, en total armonía fémur, tibia y peroné. Que en retribución a su gracia acude la danza aunque no suene música. Tales condiciones, sumadas al hecho de que la top model tuvo formación en arte, lo cual pudo sensibilizarla hacia formas elevadas de posar, en acertado performance, hasta hacerse musa del body painting, si bien contribuyen a la verdad sobre  Veruschka tampoco dan cuenta de su magia. Lo que se esclarece a fuerza de observarla es que su esqueleto cupo en cualquier piel, corteza o materia. Y que si se la mira, mujer de carne y musgo; alto pavo real en actitud de vuelo imposible; si se establece que el relámpago vibró al ritmo de sus pulsos; si se la ve como moldura y talle integrada con suma seriedad de ladrillo a la pared de una casa; si hiende el cielo, siendo tronco discernible sobre el tallo de un árbol que murió de pie; si repta verde sobre ramas vivas; si convoca toda la plástica del sigilo felino; en fin, si en un montón de piedras rodadas, porque la piedra rueda sobre sí misma/alma doliente vagando a solas/, etc., si en playa de río es piedra que duerme, canto rodado, sereno, podemos hablar de una dialéctica de los espíritus. Con suma facilidad concluimos que hubo intercambio de vibraciones entre Veruschka y la piedra, la pared, el leopardo, la serpiente, el musgo, la ventana, el rayo, el ave, el árbol calcinado, y que en íntimo diálogo, ella y cada una de tan múltiples cosas se dijeron: Porque todos los átomos que me pertenecen, también te pertenecen.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

COMO LA MAJA DESNUDA



Suculenta. Tanto que ni yo mismo lo podía negar. Un bocado de placer. Menos generoso en curvas sería. Lo mío, natural, ha sido el músculo. La grasa, ojalá. Que las hacen, y bien grandes, sin celulitis, duras. Pero, lo confieso, yo las prefiero naturales. También las tetas. Con su blandura. ¡Qué no diera yo! Crecí con esa idea de lo suculento. Viéndola, me veía: levantados los brazos, uno, debajo de la cabeza; el otro, apenas reposando en la almohada, no sólo son el gesto mismo del abandono sino de ofrecimiento. ¡Ah!, se percibe el humor de la lujuria. ¡Maja maldita!, me mataba. Yo quería producir el mismo efecto, y quería que viéndome, la vieran. También que aplaudieran mi toque de originalidad: no posaría en un sofá sino en una mesa de billar. Pero me faltó imaginación para conseguir la mesa. Pero, los sueños te alcanzan. Y la mesa me encontró a mí. Me faltó el aire, mi amado, que conoce todas mis fantasías, saltó de la emoción, me dijo: Henry, amado, si no es ahora, no será nunca. Libardo, amado, tenés razón, dije y salté sobre la mesa. Él tomó su cámara, hizo el encuadre,  cómplices fueron la luz oblicua que entró por el ventanal, una pareja y un empleado del hotel, también de los nuestros. Ellos asistieron al momento de lo nunca imaginado. Cuando mi cuerpo rozó el verde paño, me vistió la pose como un traje del deseo, y una pierna, en ligera flexión, reposó sobre la otra, en sexi ademán. La Maja me atravesó con sus doscientos años de lujuria. Lo juro. La cámara no miente. Ni esa noche de amor. Noche loca.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

LA PIEDAD


Toc-toc.  Adelante. Indecisa la puerta oscilaba sobre sus goznes ¿abro?, ¿cierro?, ¿le machuco un dedo? Ella empujó. También el humor de la enfermedad le opuso resistencia y ella lo disipó con la decencia que a todo se sobrepone. Y su abanico de Carey. Y lo vio surgir del lecho y levitar. La enfermedad aligera el peso de las culpas, pensó ella sin más reproche. Albura de sábanas tenía el alma. Y exhalación de hipoclorito. La fiebre operaba inocencia en sus pupilas, sus ojos alumbraban, sólo por motivos protocolarios permanecía encendida la luz mortecina del bombillo led, ojito de cocuyo. Mística fue la experiencia de encontrarse, en persona, con la postrera fuerza levantando esa humanidad carcomida. Firme la cabeza, aunque silbando el pecho, tartamudeó el saludo de toda la vida, la vida pasada: ¿Qué hay de cosas? Y la habitación se estremeció.  Ella lo apaciguó: No se aterre, no soy un fantasma, dijo. Soy yo misma en persona. Hombre levitado, dijo: En cambio yo soy una sombra de mí. De todas maneras, aterrizó. Y le ofreció el borde de la cama para que ella se sentara. ¿O le pidió su calor? Ella prefirió buscar una silla para estar cómoda, sostenida y recta la espalda, en el espaldar. Hablaron de cosas: el clima, el desempleo, los diálogos de paz. Los hijos de los dos, a esas alturas, con sus vidas resueltas. Las manos se buscaron, como la primera vez, desprevenidas y a hurtadillas. Que ellos no se dieran cuenta. Ella apretó su fiebre, el apretó un alma reposada, como si el abandono no hubiera ocurrido. Sin embargo, habían estado en orillas opuestas durante años, con tres coyunturas definitivas: cuando él huyó con otra mujer y la dejó a ella, la de ahora, a la vera del camino con las rodillas sangrantes; cuando ella lo mandó a buscar con el hijo mayor y una notica en la que decía: Aquí no ha pasado nada. Regresa. Pero él no quiso volver; y años, muchos años después, cuando él buscó un alero para salvaguardarse del chubasco de arrugas y de males, y ella le dijo: ¡Váyase pa’ la mierda! Ella nunca decía groserías, de manera que hablaba en serio. A la mierda se fue y allá se quedó hasta el día de hoy, en que moría. Las palabras discurrieron por atajos, a veces caían en cavernas de silencio pero los guiaban, las manos entrelazadas.  Fue una visita especial: corta para ambos aunque se prolongó por horas. Tres para ser exactos. Después, ella se incorporó palmoteando la mano febril de él que todavía quería más presencia. Todo en él pedía piedad, pero ella se despidió. Él la vio ir. El hijo, que en la época del abandono llevara el recado, la esperaba al otro lado de la puerta. Había ido y vuelto varias veces a la casa sola. Caminaron en silenció, luego el hijo habló. Cuénteme, madre. Y ella respondió: Él no me pidió perdón y yo no le dije que lo perdonaba.

viernes, 20 de octubre de 2017

En librerías

jueves, 19 de octubre de 2017

TRANSFIGURACIÓN DE LA ABUELA






Quedé viuda y algo desalojó mi cuerpo, ¡pah!, hizo saltar un tapón unánime que amarraba sentidos, espíritu y cabeza, todos en uno como la Trinidad, juro que lo oí: ¡pah! y floté. ¡Cómo era de liviana la luz! Ahí estaba, bajo mis pies y yo, la sobreaguaba, chapoteando, perdida la mirada ante esa curiosa dimensión que cobraba el mundo: liviana. En plácida armonía las cosas con la fuerza de gravedad. Y ella conmigo, leve. Para mis hijos que, estupefactos, me miraban, lo que sucedía era que, bajo mis pies, y sólo bajo mis pies, el piso se movía. Nada pudo evitar que sobre mi renca humanidad cayeran pésames rapaces, agobiantes conmiseraciones, chubasco de lágrimas. Demasiada cosa encima de mi mareo. Afligidos, mis hijos lloraban un duelo doble,  su padre muerto y su madre viuda. Tenía que ser infinito su dolor, tanto que el llanto se quedaba corto para expresarlo. Entonces, ella, o sea yo, vomitaba, cómo vomitaba. Las arcadas me dejaron incapaz de servirme del bastón que uso desde los cuarenta y siete años… … Dejemos a los muertos descansar en paz. De nada sirvieron el mareol, ni las agüitas, ni el apretón sincero. En  brazos de un par de nietos encabecé el cortejo fúnebre. El mareo  y no otra cosa me mandaba de bruces contra el féretro. El ansia quería desalojar órganos y mucosas, y mi estómago respondía con sus diezmados jugos. Compungidos los asistentes, ni siquiera fruncieron la nariz,  para ellos, estoy segura, ese fue un creativo espectáculo del dolor. De regreso pedí a mis lazarillos que caminaran despacio porque yo estaba sintiendo demasiado. Así se los dije: Sintiendo demasiado. La sorpresa me impedía ser precisa: Sintiendo demasiado diferente. Ellos me miraron como al que se muere. Dicen que detectaron en mí una extraña levedad, y la identificaron con el paso por el túnel aquel, el que antecede al  último resplandor de las neuronas. ¡Yo le seguía los pasos a su abuelo! Se lo comentaron a sus padres: Menos no se espera de una unión de cincuenta años, dijeron ellos. Pero yo los consolé. O los decepcioné. Entre nueve hijos y cuarenta y siete nietos caben las dos alternativas. Les dije: ¿Así se siente la vida? ¿De manera que el alma no es de plomo? Yo creía. A nadie nunca le pregunté pero siempre me resultó muy raro que este cuerpo pesara menos que el alma invisible. De niña no lo supe porque los niños ignoran muchas cosas. Lo supe a los catorce años, poco después del matrimonio. Y me acostumbré. Entonces, perdí de vista esta forma de sentir la vida: liviana y agradable. ¡De manera que existe otra forma de sentir!, ¡de manera que el aire se deja respirar!, dije. Y todos se miraron. Y no dijeron nada cuando les anuncié: Para estrenar mi nuevo ser, me voy a conocer el mar.