Tanto lo conmovió el olor. Superó escrúpulos de la sangre.
Ella transpiraba berrenchín. Y esto resultaba tan intolerable que nadie,
excepto él, se permitía un resquicio de conmiseración porque, a diferencia del
niño, de cualquier niño meado, el suyo era un olor blando y arrugado. Su
aspecto era hediondo. La casa hacía rodeos para no mirarla. Para no pasar por
el rincón del pasillo donde ella permanecía despiojando sus muñecas, todos,
excepto él, ingresaban por una puerta y emergían por otra. Indemnes. Y
elogiaban la disposición de la casa que, además, tenía una claraboya por donde
se iba el olor. Ella, entonces, permanecía sepultada en el pasillo hasta la
hora de comer. En la cocina, sin embargo la recordaban: “Hay que picarle los
sólidos a la abuela. Papá no demora” Él llegaba, siempre, más puntual que las
agujas del reloj atómico solar. Por encima del patrón llegaba. Oliendo a sudor
asoleado, a los humores de la piedra y el cemento, llegaba. Y le daba la
comida: “Esta cucharada por usted; esta por mí, madre; esta por los dos” Luego
se quedaba a su lado, poniendo paños de agua tibia en el olor. Pero un día, tal
como sucede en la naturaleza, el olor venció al pudor. Y él decidió bañarla.