miércoles, 22 de enero de 2014

MANDATO NATURAL




Tanto lo conmovió el olor. Superó escrúpulos de la sangre. Ella transpiraba berrenchín. Y esto resultaba tan intolerable que nadie, excepto él, se permitía un resquicio de conmiseración porque, a diferencia del niño, de cualquier niño meado, el suyo era un olor blando y arrugado. Su aspecto era hediondo. La casa hacía rodeos para no mirarla. Para no pasar por el rincón del pasillo donde ella permanecía despiojando sus muñecas, todos, excepto él, ingresaban por una puerta y emergían por otra. Indemnes. Y elogiaban la disposición de la casa que, además, tenía una claraboya por donde se iba el olor. Ella, entonces, permanecía sepultada en el pasillo hasta la hora de comer. En la cocina, sin embargo la recordaban: “Hay que picarle los sólidos a la abuela. Papá no demora” Él llegaba, siempre, más puntual que las agujas del reloj atómico solar. Por encima del patrón llegaba. Oliendo a sudor asoleado, a los humores de la piedra y el cemento, llegaba. Y le daba la comida: “Esta cucharada por usted; esta por mí, madre; esta por los dos” Luego se quedaba a su lado, poniendo paños de agua tibia en el olor. Pero un día, tal como sucede en la naturaleza, el olor venció al pudor. Y él decidió bañarla.