domingo, 12 de enero de 2014

SÍNDROME ESPERANZA DEL CARMEN



 No se trataba de mitomanía, no. Era que callaba los asuntos trascendentales: los nombres de los padres de sus hijos, las relaciones verdaderas, el punto exacto del dolor, la estabilidad del pulso. Nada lograron opiniones ni argumentos, tampoco pareció importarle la idea que tuvieran sobre ella. Se sostuvo en las conductas. El temor exaltado de uno de sus hijos de que una hija suya se topara en amores, de pronto, con el abuelo, no logró conmoverla. Que el hombre alegara descendencia con cola de cerdo y otras situaciones macondianas le valió para que ella lo fulminara con una carcajada. La rivalidad entre todos sus hijos por presumirse, cada uno por su lado, ser fruto del amor, al parecer no la desvelaba. Que la juzgaran mentirosa por el temblor en las manos, era asunto de los otros, y su rasgo personal, tenía su nombre, síndrome Esperanza del Carmen. Privilegio suyo y no de otra, hermana o hija, que la eximía de ejecutar ciertas labores: enhebrar agujas, picar cebolla, suministrarles el jarabe a los niños, etcétera. Y, aunque tembleques ostentaba sus manos en los consultorios, a ningún médico se le ocurrió sospechar un párkinson. Ni siquiera se acordaron del síndrome de munchausen. Es que el temblor nunca fue motivo de consulta, sino los accidentes que tenía a causa de él. Una invención suya, que pregonó cuando desviaba recursos de la canasta familiar para comprar tinte, les sembró la curiosidad a familiares y amigos de atollarse residuos de tomate o de fruta en la cabeza para detener la aparición de las canas. Tal idea estuvo tan a tono con la cosmética  que no podría equipararse a las fantasías de los mitómanos, o quizá es que la mitomanía de tantos varones conocidos acusa una marcada diferencia con la de muchas mujeres. El caso es que a ella nunca se le ocurrió contar que había cabalgado una bala de cañón, o algo por el estilo. Tampoco dijo nada parecido a haber sido tragada y luego vomitada por una ballena. Lo suyo no era tanto mentir sino callar la verdad. Este rasgo de su vida culminó con ocasión de un cáncer de pulmón.  Entonces no se quejó de dolor en la espalda sino en una pierna, en la cara, en una mano. Y ni porque el tumor tenía el tamaño de una bola de pingpong usó la pipa de oxígeno. Hasta donde le alcanzó la autonomía, respiró por sí misma. Y en el postrer momento en que a todos les da por hablar, o confesar, o decir la verdad y, de paso, pedir perdones, el universo concertó a su favor con un accidente cerebro-vascular que le bloqueó el habla. A la tumba se llevó todo lo que no dijo: los nombres de los padres de sus hijos, el dolor verdadero, la certeza e intensidad de sus amores, la real condición del pulso. Y de su cabeza. Pero todos sospecharon que sufrió. ¡Cuánto sufrió!