No se
trataba de mitomanía, no. Era que callaba los asuntos trascendentales: los
nombres de los padres de sus hijos, las relaciones verdaderas, el punto exacto
del dolor, la estabilidad del pulso. Nada lograron opiniones ni argumentos,
tampoco pareció importarle la idea que tuvieran sobre ella. Se sostuvo en las
conductas. El temor exaltado de uno de sus hijos de que una hija suya se topara
en amores, de pronto, con el abuelo, no logró conmoverla. Que el hombre alegara
descendencia con cola de cerdo y otras situaciones macondianas le valió para
que ella lo fulminara con una carcajada. La rivalidad entre todos sus hijos por
presumirse, cada uno por su lado, ser fruto del amor, al parecer no la
desvelaba. Que la juzgaran mentirosa por el temblor en las manos, era asunto de
los otros, y su rasgo personal, tenía su nombre, síndrome Esperanza del Carmen.
Privilegio suyo y no de otra, hermana o hija, que la eximía de ejecutar ciertas
labores: enhebrar agujas, picar cebolla, suministrarles el jarabe a los niños,
etcétera. Y, aunque tembleques ostentaba sus manos en los consultorios, a
ningún médico se le ocurrió sospechar un párkinson. Ni siquiera se acordaron
del síndrome de munchausen. Es que el temblor nunca fue motivo de consulta,
sino los accidentes que tenía a causa de él. Una invención suya, que pregonó
cuando desviaba recursos de la canasta familiar para comprar tinte, les sembró
la curiosidad a familiares y amigos de atollarse residuos de tomate o de fruta
en la cabeza para detener la aparición de las canas. Tal idea estuvo tan a tono
con la cosmética que no podría
equipararse a las fantasías de los mitómanos, o quizá es que la mitomanía de
tantos varones conocidos acusa una marcada diferencia con la de muchas mujeres.
El caso es que a ella nunca se le ocurrió contar que había cabalgado una bala
de cañón, o algo por el estilo. Tampoco dijo nada parecido a haber sido tragada
y luego vomitada por una ballena. Lo suyo no era tanto mentir sino callar la
verdad. Este rasgo de su vida culminó con ocasión de un cáncer de pulmón. Entonces no se quejó de dolor en la espalda
sino en una pierna, en la cara, en una mano. Y ni porque el tumor tenía el
tamaño de una bola de pingpong usó la pipa de oxígeno. Hasta donde le alcanzó
la autonomía, respiró por sí misma. Y en el postrer momento en que a todos les
da por hablar, o confesar, o decir la verdad y, de paso, pedir perdones, el
universo concertó a su favor con un accidente cerebro-vascular que le bloqueó
el habla. A la tumba se llevó todo lo que no dijo: los nombres de los padres de
sus hijos, el dolor verdadero, la certeza e intensidad de sus amores, la real
condición del pulso. Y de su cabeza. Pero todos sospecharon que sufrió. ¡Cuánto
sufrió!