Le contó el cuento del estrato cinco, el del carro nuevo; el
cuento del salario para ella sola, ah, que no gastara ni en una rama de
cilantro. ¿Que se achicharraba el tetero de la niña en la parrilla? Para esa y
todas las contingencias le dejaba unos pesos, todos los días, encima de la
mesa, pisados con el salero. Y este recurso de su imaginación, aunque copiado,
era suyo. Tomado de aquella legendaria princesa, pero suyo. Se le había
ocurrido, de pronto. Inspirado en el amor. Inspirado en su reina, la única. Las
otras habían sido madres de otros, a todas les tocó una vida restringida, a su
servicio, en barrios estrato tres con calles peatonales. Sin carro. Sin
salario. Que lo tomaran de este modo: Él lo era todo. Proletario y académico
ortodoxo. Mochila y libros en dosis masivas. Aliento a café y cigarrillo. Y
música, su música: la música celta. En los setentas, buscando la forma de ser
original, se topó con Pentangle, etcétera. ¡Y, por Dios, cómo lo sufrieron sus
mujeres! Pero ahora se aproximó a esta parte del mundo, y a su reina le dedicó
un bolero cursi: Delicado. Y puso el
mundo más o menos a sus pies: el carro lo manejaba él. ¡Ah, el auto tiene su
veneno! Sí, lo sabía por aquella poeta cuyo nombre prefería callar, porque era
la innombrable, ¡ah!, pero sus versos: Tú
llevas los faroles encendidos/ y yo los ojos bien abiertos…/ ¡El agua de los
charcos mira arriba/ extasiada en espejos!/ Y tú y yo saltamos sobre
ellos,/¡rompiendo charcas y rompiendo cielos. Que no lo supiera su reina. Por eso siempre
iba él al volante, ella aferrada al
cuento de la comodidad, el espejo retrovisor hacía de copiloto, atrás la niña
en su silleta. Con ese y los otros cuentos tenía su reina. ¡Ah!, pero no eran
cuentos inconclusos, ni contados de noche, en la alcoba, en la cama; en la
cama, en la alcoba, de noche; en la alcoba, de noche, en la cama. No.