jueves, 23 de mayo de 2019

GUITARRERA




En realidad sí nos creó un soplo, un aleteo repentino del aire no se queda en viento sino que produce efectos insospechados, en mi caso estremecimiento y un oficio. Como primera medida, se me erizaron los pelos, no digo vellos porque el cuero cabelludo reaccionó en mi región occipital. Yo estaba en la elba, acababa de zarandear el café, abajo, la casa sola, ni gato que trepara ni perro que batiera la cola,   el minino estaba confinado en una jaula mientras sanaba de una conjuntivitis; y Conga andaba detrás de mi papá recorriendo la finca, mi madre estaba mercando. Los hermanos, en la escuela. En el corredor,  colgaba de un clavo la guitarra, nadie la tocaba, años atrás la había comprado mi papá por un doble motivo: un despecho y una canción: “Llora guitarra porque eres mi voz de dolor” Nunca lloró ni ella ni nadie tocándola. En su lugar, nací yo, entonces mi padre preguntó sobre guitarristas famosos y el profesor, en el bar de Manolo, le dijo: Jimmy Hendrix. ¿Quién es? Ya le dije: un guitarrista. Pero, ¿qué toca? Rock. Yo no soy aficionado al rock, mejor le pongo Garzón o Collazos, ¿cómo quedaría uno de esos apellidos para bautizar una niña? Garzón significa muchacho, viejo man, una ligera diferencia con el francés en cuanto a la escritura, pero es muchacho.  Collazos, por su parte, sólo habla de un apellido, además, ellos no son famosos ni siquiera aquí, en cambio Hendrix es una estrella de talla mundial. Como los nombres raros siempre hacen carrera, mi papá lo consideró, no me puso Jimmy porque las niñas no se llamaban así, en cambio Hendrix podía pasar por femenino. Ya con uso de razón estuve de acuerdo con tener nombre de guitarrista pero hubiera preferido llamarme Santana Molano Torres, primero porque escuché a “Flor de luna” y a “Mujer de magia negra”, segundo porque en la escuela me matoneaban: liendre, me decían. Llegué a fantasear con que me llamaban Santana, pero cuando soñaba no lograba imaginarme a mí misma sino a Carlos Santana, que  vibraba como una cuerda cuando tocaba la guitarra, así lo había visto por primera vez  en un video de Woodstock, si alguien no queda impactado es porque está muerto.  El sonido de una  guitarra, entonces, me inspiraba, no para tocarla sino para sentir. Después quise  bailarme el cuatro de Yomo Toro, ahora definía lo sublime: el espíritu cuando desborda la materia. Supe cómo se llamaba por Héctor Lavoe que lo nombraba en “La murga de Panamá” Después lo identifiqué en muchas canciones de la Fania all Stars. Antes, de chiquita, escuché otras guitarras, las de Garzón y Collazos, los ponían en la emisora que sintonizaba mi papá, yo pensaba que se trataba de un sonido torrente de cuerdas en “Los guaduales” Yo era una muchacha musical, sin embargo nunca bajé la guitarra de su clavo hasta ese día. Dejé el café bien esparcido en sus cajones, abajo todo quieto, el platanal y los cafetales. Y ni un pájaro volando. Entonces mis oídos escucharon un leve sonido de cuerdas. Al principio me asusté pero bajé a hacerle frente, estaba dispuesta a desmayarme del susto al ver nada menos que al duende con su sombrero más grande que él, pues el sonido era dulce, sólo una guitarra destemplada lo espantaba. Pero, además de considerar al mito con su leyenda también elaboré una explicación: un amague repentino de los vientos de julio se coló por entre el platanal, entró al corredor y estremeció las cuerdas de la guitarra. Se entabló un contrapunteo conmigo: No había viento. Dije amague. No había viento. Amague significa repentino. No, significa intento. En el diccionario, pero en el mundo real puede ser un soplo de viento porque julio ya está llegando. Hmmm. Es un llamado. Hmmm. El duende no existe. Hmmm. Esas dos expresiones de mí misma, entiéndase miedo y valor, establecieron su equilibrio en ese punto medio que permite el desempeño corriendo pequeños riesgos aunque sin epifanías verdaderas. Descolgué la guitarra: lo primero que hice fue ejecutar un rasgueo y estornudar a causa del polvero. Pisé tres cuerdas, no sé cuáles, siguiendo una lógica elemental: cada dedo pisó una cuerda, y quizá porque cordial y anular se apoyan en la caligrafía los puse en el mismo traste; y porque el índice conserva una relativa independencia con respecto a los otros dedos quedó en el traste anterior. Juro que sonó un acorde. Quedé encantada aunque con rinitis. Luego, limpiando la guitarra exploré las clavijas y el oído me orientó, estaba dotada como casi todo cuerpo. Establecí un charrangueo con la misma posición de los dedos pero bajando y subiendo por el mástil. Desestimé el hecho de que no hay peor ruido que el de un instrumento mal tocado y pasé charrangueando unas cuantas tardes, hasta que  a mis padres les hizo ilusión y me fotocopiaron una cartilla. Las claves de sol y de fa fueron mis caballitos de batalla, ellas se encargaron de afianzarme en una práctica que, para mi salud mental, oscila entre afición y oficio, de manera que transito una zona de amplio espectro de la cual no precisaron ni  Santana ni Hendrix porque, en un giro de tuerca, transmutaron su ser en vibración, sino cómo es que del nylon brota alma o se fusionan fibras, cómo es que de su toque emerge el espíritu humano. El resto de mortales constituyen un telón de fondo, yo entre ellos, rasgando la guitarra con la misma técnica de cualquier mortal, para ganarme la vida en noches de ronda.








miércoles, 6 de febrero de 2019

EL BESO MÁS TRISTE


Pobre mi boca, ella sola se escabulle con una risa, suena jijí, horrible. Digo que no lo quiero pintar, borro ese medio beso carmín  que le quedó  en la piel, lamento la mancha en su camisa, intento preocuparlo, habrá un reproche, con justa razón, ¿qué dirá? Que te amo. Lástima no poder decirle: viejo tonto. En cambio me afano, cómo es de útil el dedo índice, porque resulta ser lo menos asquiento de mi cuerpo, con aplicación limpio la mancha en su cuello, así compenso las muchas veces que lo esquivo. Odio sus labios blandos, cuando me dice que lo bese a puerta cerrada me dejo besar, me da una orden perentoria: ¡Bésame! No cierro los ojos, los aprieto con un temblor de párpados, ya sé cómo es chupar una víscera cruda, ¡si pudiera pensar en otro! Aquí, en el restaurante, la señora de enfrente me dijo con una mirada: De manera que te vendés…, y no me refiero a la prostitución, las trabajadoras sexuales no se venden, ellas ejercen un oficio, además, tienen sus reglas, ¿una? No besan.  Creo adivinar por qué: la boca es receptora de una cosa muy sagrada: el pan de cada día. Con una mirada también me fustigó, cuando él trataba de voltear mi cara para besarme la boca. El beso cayó en la comisura, ella dijo: ¡Qué asco!, ¡guácala!, grandísima tonta. Me humilló con una mirada en sesgo: yo estoy aquí, libre, con mi marido, cinco años de diferencia no quita que seamos contemporáneos; ¿ves?, nos besamos.
Yo clamaba al cielo: que llegue la comida, que llegue. Tenía el plan de ocupar mi boca en toda su capacidad. Qué tal atarugarme y hacerlo comer a él, ofrecerle de mi plato. Porque hoy tuve el acierto de pedir un menú distinto del suyo. La señora, eso es ella, su pechuga de paloma no miente, la proyecta hacia adelante y se le eleva el mentón, y su pico purísimo, ella le ha hecho el comentario al esposo, es lo más seguro, porque él también me mira en el preciso momento en que Campo  me voltea la cara de un blando manotazo, esta vez. Yo hacía que escuchaba sus palabras babosas: ¿Ah?, pasamos la tarde juntos, quiero quererte toda, desde la punta de los pies hasta la coronilla; hasta tu boca rica. Hoy la palabra más fea del vocabulario es la palabra “rica”, le suena una “i” contaminada de “u” y de morbo. La señora, sé que le detalla su cara fofa, pero aunque ella sepa, no sabe que más lo son sus labios; en lo que sí acierta es en que se tintura el pelo para salir conmigo, que se pone camisa estampada para verse jovial, que es obcecado y se le olvida su dolor, que parece adinerado porque sale con una muchacha bonita. Sí, sé que lo vio inflarse como un balón, tiene fisonomía para verse así. ¿Por qué miras a ese tipo?, ¿lo conoces?, dice. Su mujer nos mira, digo. Es una vieja chismosa, dice. Pero ella es menor que Campo,  podría ser su hija, y yo, hija de ella. Él habla herido porque no puede decir: ella te tiene envidia. No sabe decir: ella te compadece. No dice: ella piensa que estás conmigo por la plata.
 La señora sabe mirar sin dirigir sus ojos hacia el objetivo. Tiene un campo de visión semejante a… ¿cuál es el animal que abarca trecientos sesenta grados con sólo mover los ojos?, ¿es un reptil? Así es ella, y con un único punto ciego: la náusea. Él intenta volver mi cara hacia la suya, los labios se estiran para pescar mi pobre boca; pero mi cabeza tiene una traba, el músculo se encalambró, hay un atascamiento en las vértebras. La señora ríe mientras come, habla con su marido, la risa parece agua fresca; él la acaricia, ella recibe la caricia como si le cayera una flor encima. Campo, le digo así porque esa parte de su nombre me suena bien, decirlo completo, Campo Elías, me produce algo entre rabia y vergüenza, él habla palabras viscosas, yo no sabía que las palabras tuvieran textura, y las atraviesa con un resuello, él hiere de muerte a las palabras… Palabras, deseos, cosas a destiempo, prematuro es algo que se adelanta a su momento; ¿existe una palabra para aquello cuyo tiempo ya pasó?
Sentí la mirada de la señora, mientras escuchaba a su marido me miró: ¿Ya viste que los hombres viejos se convierten en sapo cuando están con una muchacha? Pues yo sí, desde mi puesto lo veo;  debés tener sensación de mariposa cuando se queda pegada en la lengua del batracio. Hay que tener en cuenta, muchacha, que nunca un sapo se ha convertido en príncipe; y que ninguna metamorfosis entre especies resulta ser exitosa, ¿viste La mosca?, muchacha. Y, ¿te has preguntado por qué el hombre araña se viste con ese ridículo traje y esa sofocante máscara? No señora, no vi La mosca, he visto el tráiler, cuando él se está transformando. Es una película vieja. Pero actual, muchacha, ¿ves?, apropiada para este momento. Tampoco había caído en cuenta de la pinta del hombre araña, debe ser bien feo por debajo, digo, en su anatomía cuando sufre la metamorfosis. Y, sí, usted deduce bien a partir de lo que ve; yo lo siento y le confirmo: también tiene la piel fría y las manos torpes, como si todo él fuera una vejiga. Manos de sapo pero rechonchas. Así opera la metamorfosis de la que te hablo, sin ningún empalme, sin un proceso evolutivo que incorpore  uno en el otro, se vulnera la armonía en su totalidad. Oiga, señora, pero las sirenas no son feas y el centauro tampoco. Lo que pasa, muchacha, es que somos tolerantes con la mitología griega, y sí, niña, puedo ver cómo avanza hacia tu boca; no es un hombre sino un anhelo, un anhelo baboso. Y ¿qué es lo que transpira? No sé, quizá lágrimas.
 Por fin mi trinchera, me armo con mi cuchara, los fríjoles me reconcilian con el mundo, me producen sentimientos de gratitud, estos están exquisitos; el chicharrón está carnudo y crocante, muerdo y degusto, la fruición se propaga por todo mi ser, enciende mi rostro, percibo en mis manos un ligero temblor, ¡ah!, una expansión pulmonar me deja saber que yo estaba sufriendo una apnea y ahora respiro de nuevo. ¿Sabés, mi muñeca?, quisiera ser chicharrón, para que me comas con ese placer, ¿entiendes? Ni porque fuera tonta, digo, y sigo comiendo. Insiste en besarme. Campo, déjeme comer y coma usted.
La pareja ha pagado el almuerzo, la señora saca la llave del carro, contundente el mensaje, la volea con énfasis, como si tocara una campana y yo entiendo. Entonces imagino que salí del restaurante, dije que iba al baño, pero salí caminando por la carretera, acerté en la dirección que tomaría el carro de la pareja, ella manejaría, eché a andar, ya habría caminado un trecho largo cuando ellos salieran; eché dedo, ella entendió, detuvo el carro, me recogieron. Y yo no volví a la empresa.



domingo, 16 de septiembre de 2018

DESOCUPADA



Hoy no soy lo que pude ser. No digo rica, ni estudiada, ni glamurosa. Fui linda y lucí. Tenía un estilo aceptable, aunque cierta falta de gracia que la belleza podía suplir: ¡Ah!, mi rostro convencía con su gesto bobalicón, tanto que no necesitaba más, ni siquiera más cabello, pues mi pelo lacio se veía bien: llevarlo corto disimulaba su escasez. Por otra parte, yo suplía falencias con zapatos altos, fajas; con la nariz no pude pero los ojos desviaban las miradas. Los ojos y la moda. Pero sucedió algo que nunca pensé: el tiempo pasó.  Lo supe tarde porque siempre fui lenta, digo, para moverme, caminar, realizar actividades. Mi rutina era lo más fácil que se pueda imaginar: comer, arreglarme, ver televisión. ¡Chismear! Vivía de lo que vive cualquiera: un trabajo fácil que no me demandó mayor esfuerzo. Hubo algún contratiempo al principio, digamos, los primeros tres meses, estuve a punto de mandarlo al diablo, pero tenía que comer. La barriga es la que nos mueve, como me dijo una sabia mujer: somos esclavos de la cuchara. Después, el negocio agarró su inercia, es decir, marchó por mi necesidad pero a mi ritmo. Por esos días, me di cuenta de que la cama es mi mejor lugar. Frente al televisor. Ahora que la naturaleza me hace lerda, que la tierra me pide porque, al final, todos somos minerales, pienso que no soy lo que pude ser: maquilladora de uñas, cocinera de postres. Frasquitos, corta uñas, espátulas, removedor, cremas, todo eso cabría en mis horas vacías. Claro, si ese kit hubiera tenido el poder de habituarme al trabajo. ¿Acaso lo tienen las cosas? Y, porque algo faltara, lo sé hoy, un asunto compatible con las uñas serían los postres. Lo pienso ahora que no sé qué hacer con mi humanidad, dónde ponerla. El tiempo transcurre desolado, qué cosa más aburridora es el tiempo. La enfermedad me serviría para matarlo. Pero siento síntomas, voy al médico y resulta que no es nada. ¡Qué aburrimiento!, ni siquiera me enfermo.

sábado, 21 de julio de 2018

SCHEREZADO


Le contó el cuento del estrato cinco, el del carro nuevo; el cuento del salario para ella sola, ah, que no gastara ni en una rama de cilantro. ¿Que se achicharraba el tetero de la niña en la parrilla? Para esa y todas las contingencias le dejaba unos pesos, todos los días, encima de la mesa, pisados con el salero. Y este recurso de su imaginación, aunque copiado, era suyo. Tomado de aquella legendaria princesa, pero suyo. Se le había ocurrido, de pronto. Inspirado en el amor. Inspirado en su reina, la única. Las otras habían sido madres de otros, a   todas les tocó una vida restringida, a su servicio, en barrios estrato tres con calles peatonales. Sin carro. Sin salario. Que lo tomaran de este modo: Él lo era todo. Proletario y académico ortodoxo. Mochila y libros en dosis masivas. Aliento a café y cigarrillo. Y música, su música: la música celta. En los setentas, buscando la forma de ser original, se topó con Pentangle, etcétera. ¡Y, por Dios, cómo lo sufrieron sus mujeres! Pero ahora se aproximó a esta parte del mundo, y a su reina le dedicó un bolero cursi: Delicado. Y puso el mundo más o menos a sus pies: el carro lo manejaba él. ¡Ah, el auto tiene su veneno! Sí, lo sabía por aquella poeta cuyo nombre prefería callar, porque era la innombrable, ¡ah!, pero sus versos: Tú llevas los faroles encendidos/ y yo los ojos bien abiertos…/ ¡El agua de los charcos mira arriba/ extasiada en espejos!/ Y tú y yo saltamos sobre ellos,/¡rompiendo charcas y rompiendo cielos.  Que no lo supiera su reina. Por eso siempre iba él al volante,  ella aferrada al cuento de la comodidad, el espejo retrovisor hacía de copiloto, atrás la niña en su silleta. Con ese y los otros cuentos tenía su reina. ¡Ah!, pero no eran cuentos inconclusos, ni contados de noche, en la alcoba, en la cama; en la cama, en la alcoba, de noche; en la alcoba, de noche, en la cama.  No.

jueves, 3 de mayo de 2018

IVÁN EL RISIBLE


  
Asqueado de la carnicería y los hábitos alimenticios de la gente, se fue a vivir al campo. La carne en exhibición: los asaderos de pollo,  el apetito excesivo de la gente que no es más que otra exposición de la carne. Los embutidos. Mundo carnívoro. Rompió con la sociedad de consumo y sus perniciosos hábitos alimenticios. Fue un legado que recibió de ese mismo mundo, de su vida en la ciudad y en ambientes académicos, había hecho cuatro semestres de estudios universitarios, lo cual le había ampliado los horizontes del pensamiento, o por lo menos, le permitía asimilar con verdadera proyección las preocupaciones institucionales de perspectiva animalista lo que le tendió un puente hacia el vegetarianismo. Sin embargo, todo un proceso reflexivo en sintonía con principios  básicos de bienestar que, por más alternativa que sea la persona pensante, no deja de considerar el futuro, lo llevó a la conclusión de que necesitaba, primero, recursos para vivir y segundo que los procesos agrícolas se toman su tiempo, pero que la barriga no da espera. Entonces optó por la cría de  gallinas. El mundo que abandonaba también lo contenía en sus intrincados circuitos inmateriales, generados por necesidades y relaciones: hay que comprar y vender. Y, tal como sucede entre humanos, hacer el relevo generacional avícola, sobre todo porque él necesitaba vivir. El círculo, lo redondo, lo cíclico, las órbitas, se reiteran y por esa disposición del universo, todo tiene inscrito un principio y un fin. Pero las amaría. Empezó por ponerles nombre y hacerles una promesa: nunca me las voy a comer. Jamás las voy a matar. Rosana, Dayana, Marcela, Vanesa, Venus, Paloma, tenía gallinas llamadas Paloma. Y mil nombres más.  Por los amantísimos cuidados, lombrices, insectos, sobras, y la libertad de estar en el campo, los huevos eran grandes de yema encendida, no hay infamia peor cometida contra las gallinas que los gallineros industriales, donde las pobres aves no caminan ni se les permite dormir, tampoco realizan su vuelos cortos. Hasta los carnívoros menos sentimentales parecen aludirlo cuando se comen un huevo de profunda yema zapote: ¡No hay como los huevos de finca! Y en ello vislumbraba otra forma de ingreso, para un futuro: el alquiler de gallinas, práctica ya implementada en otros países. Acá, en su granja, a las seis de la tarde, ellas buscaban su rama de dormir, en una estampida de alas gordas, él salía al patio a mirarlas y aspiraba el aire puro de su paraíso, por él preservado para las aves más nutricias de la tierra. No, estas gozaban de la noche con su luna, aunque ellas no lo supieran. Pero lo sentían. Cuando lo recordaba hacía un instante de silencio profundo por los millones de gallinas vejadas cada día en su dignidad animal. Sin embargo, las gallinas, no obstante su identidad, nombre y características, él prefería las cariñosas,  todas ellas iban a parar a la olla, pero no a la de Iván, tal era su nombre, pues ya se ha dicho que es vegetariano. No. A las grandes ollas de la carretera. Un par de reputados restaurantes le compraban los excelentes productos de su gallinero.


lunes, 9 de abril de 2018

GÓTICO


 Él se azotaba contra las paredes, los motivos eran la escuela, la madre, la novia que dejaba una estela de hormonas a su paso, no era por otra cosa que los muchachos salían detrás. A él le parecía que ella se dejaba oler. Y, la madre, ¿por qué tenía presencia de sombra? Su concepto sobre la escuela se resolvía entre dos estados: la rebeldía y la pereza. Y se expresaba con una frase contundente: ¡Abajo la institución! We don’t need your education. Pero las expectativas de esos tres tormentos lo presionaban: consejos, malas notas, una que otra amenaza, la mayor de todas se la infligían los estrógenos de la novia. Y ya sabía que la ira tenía consistencia de piedra. ¡Cómo le apretaba el pecho! Entonces se azotaba contra las paredes. Piedra contra piedra. Pero salía del combate con moretones y chichones en la frente. Los amigos llegaron a identificar los chichones con los cuernos. Entonces enfiló baterías contra la novia. También contra la madre. Y le dio la espalda estudiantil, estrecha, encapuchada,  en alto el dedo cordial, a la escuela. Le exigió a la novia que lo visitara de cuatro a diez. También que fuera a estudiar, pues el colegio no representaba mayor amenaza, era femenino regentado por monjas. Entonces tenía la mañana libre para dibujar figuras góticas. Y atormentar a los vecinos con su dark music.  A la madre le exigió que no regresara del trabajo antes de las diez. Cada día era más gótico y perceptivo de la amenaza hormonal. La novia, entonces, se cansó. Faltó un par de días. Al tercero, él la esperó a la salida del colegio y la llevó para su casa a empellones. Ella lloró, le dijo que lo amaba pero que estaba cansada de que la presionara. ¿Y, tú no me presionas a mí? ¿Yo? ¡No, yo, pendeja! Yo, ¿qué hago? Mostrar las tetas y mover el culo. ¡Oigan a este! Mejor, terminemos, y te consigues una novia sin tetas ni culo. Si te vas me mato. ¡Oigan a este! Se paró de la silla, estaban en el comedor que a su vez estaba pegado a la sala y a dos pasos de la cocina. Fue a la nevera, se sirvió un vaso de agua, y el primer sorbo se lo sopló en el rostro, también le aventó lo que quedaba en el vaso. Derribó un par de sillas y pudo salir de la casa. A las diez de la noche que regresó la mamá, el muchacho cuan gótico era, dark y furioso, se llamaba Orlando, colgaba de una viga.

martes, 6 de marzo de 2018

EN UN RINCÓN DEL ALMA




Hay una mujer muerta y una niña desaparecida. Me acuerdo de mi propia historia y la de mi madre. Al dictamen de medicina legal no le cupieron suspicacias. En ese pueblo, la gente se moría. Y se mataba. Y nada quedaba por decir ni averiguar. ¿Qué le cabía a un carpintero honorable, padre de tres hijos que quedó viudo de repente? Lástima. Vecino de la comunidad de las Vicentinas que le mandaban a hacer los caballetes de colgar los mapas, a ajustar las barandas del altar ¿qué le cabía? Tan pobre el pobre. Acostó el cadáver de mi madre en la mesa de cepillar las tablas. Y vino la escuela entera a ver a mi madre muerta. Y a mí. Mis hermanitos prendidos de mi falda. Y mi padre, tan pobre el pobre. Pero lo que yo sabía no tenía nombre ni palabras para repetirlo. Lo decía mi madre, por ella aprendí la palabra: torvo. Porque ella le decía torvo animal, torva mirada; antes de ponerle una mano encima a la niña, me tiene que matar. Luego vi a mi madre echar espuma por la boca. A las monjas que llegaron y al médico que él mismo llamó, les habló mi padre del veneno para ratas. Noches tenebrosas fueron las de esos días, lo sabía mi corazón. Desplegué sobre mi cama alas para los tres: mis hermanitos y yo. Ellos se metían debajo de mis brazos. Las alas eran de ellos. Una mano anhelante subía por mis muslos, la espantaban las alitas de mis ángeles, pero a ellas las debilitaba el sueño, las sofocaban los regaños, los golpes. Durmiendo con su hermana nunca serían machos. ¡Tengan! Nadie sabía de los cardenales porque ellos no iban al preescolar. Durante el día yo los amarraba a mi falda, él los soltaba, ellos lloraban. No bien terminada la licencia escolar por la muerte de mi madre, eché para la escuela de la vida. La poca ropa que tenía me cupo en la mochila, a la hora de la campana, cuando tañía el primer llamado, antes de que se cerrara el contra portón y empezara una mañana vacía sin mañana, una mañana con la amenaza de la tarde, una mañana de noches aterradas, yo cogí el camino a ninguna parte. Tomé un bus, el primero que paró en la estación que estaba lejos, a veinte cuadras asustadas. Mis hermanitos presintieron mi definitiva partida. Sus manitas no crecieron nunca, se quedaron para siempre haciendo su adiós mocoso. Se llamaban Miguel y Ramiro.


miércoles, 7 de febrero de 2018

PLASTINACIÓN

Con las variantes que dicta la madurez conservé una inquietud infantil: verme por dentro. De niña me invadieron incógnitas sobre la parte oculta de mí misma, mis adentros se dejaban sentir con peristaltismos, latidos, tinnitus, dolores. Pero cómo sería recorrerlos en su conjunto,  quizá nos hacía falta otro sentido. Una película respondió a mi inquietud: “Viaje fantástico”, 1966. Me trancé: el cine me permitía mirarme por dentro.  Después vinieron los artículos de la revista “Selecciones”: Soy el corazón de Juan, los pulmones de Juan, las venas de Juan, etc. De adulta, entonces, me hice asidua de la National Geographic.  ¡Oh, mi cuerpo!, exclamó Whitman que le cantó al cuerpo y enumeró sus partes. De manera que cuando anunciaron Los Cuerpos de Gunter Von Hagens  me emocioné. Llegaba al museo La Tertulia de Cali una muestra amplia de la anatomía que está debajo de la piel. Esta vez, en lugar de inquietud, tenía expectativas. Me pregunté si en la colección vendría la piel. Ya la había visto, en una fotografía, exhibida por un cuerpo como si fuera un zurrón. ¿Menos dramático? Está bien, pero igual de ilustrativo: una funda. Eso se llamaba composición. Crecieron mis expectativas. No sólo aparecían los órganos como si estuvieran irrigados por sus torrentes. La genialidad vinculaba la ciencia y el arte, y no se sabía en qué lugar ubicar la producción. En ambos lados porque todo se entrevera, opiné. La conjunción entre la ciencia y el arte, en todo caso, producía la plastinación. Pero, ¿en qué consistía? Con el fin de asistir menos ignorante a la exposición, eché mano de mis nociones sobre embalsamamiento y entendí: el centro Von Hagens inicia el proceso con la misma batalla de todas las civilizaciones a lo largo de la historia que consiste en neutralizar la postrera manifestación de la vida en el cuerpo: las bacterias. Estos tiempos cuentan con el formaldehido. En la siguiente etapa, y tal como lo establecieron antiguas civilizaciones, se extraen los fluidos pero con técnicas más contundentes: inmersión en acetona, exposición a una solución polimérica, encerramiento en una cámara de vacío. Los químicos lo pueden explicar. Dicen que el vacío esfuma la acetona y la solución impregna cada célula. Después, el cuerpo, o su parte, ya investido de plástico recibe el toque último para la consolidación de esa especie de eternidad. Se lo confieren, como un soplo de vida, tres componentes, los de siempre, los únicos: calor, luz y, un elemento gaseoso, equiparémoslo con el aire. Ya, menos ignorante, estuve lista para  sumergirme en una alucinación, de qué otra manera llamarle al milagro de verse uno por dentro. Al momento del ingreso fui presa de los efectos que, en mí, produce el arte: expansión del espíritu. Mudez.  Como irrigada por sus líquidos, dominaba el panorama la anatomía muscular en varios de sus actos: correr, danzar, saltar, amar. Concluí, de paso, que yacer no tiene gracia. No niego el gusto. Los repasé varias veces antes de quedar extasiada ante ese cuerpo hermoso que exhibía, como un ropaje, su piel. Interpreté: apenas un órgano, el externo y protector de  los veinte restantes. ¡Maravilloso! Pero, uno de veintiuno. Sólo uno. Así voleado como un trapo, alude a la infamia más perniciosa de la humanidad: el racismo. Piel, en película de plástico, incolora. En cien años tendrá el color de la tierra. Continúo: me regocijé viendo el sistema vascular, las intrincadas redes arteriales, los cortes transversales y sagitales del cuerpo, estuve boquiabierta ante el corazón, los riñones, los pulmones. Pero me desconcertó un detalle: una banda en la muñeca. Me dije: se desparramaron los tendones a causa del traslado, y alguien, un lego absoluto, echó mano de un recurso prosaico, casi reprochable, para sostenerlos. ¡Los fijaron con un micro poro!, exclamé en voz alta. Y la vergüenza cedió en ternura, de esa que se deshace en lágrimas, hacia la naturaleza y sus procedimientos, cuando alguien me explicó: Es el ligamento que sostiene los tendones. Luego, tomándome un café, recordé al poeta: …la expresión del hombre perfecto se manifiesta no sólo en su rostro/Está también en sus miembros y articulaciones; está, de modo singular, en las articulaciones de sus caderas y de sus muñecas.

lunes, 22 de enero de 2018

FELISA BURSZTYN


Como todo en la vida, el cerco contra el infierno contribuye a crearlo. Felisa se asa tras la máscara, las gafas y el delantal, la piel está que revienta en llamas, pero falta poco para completar la creación. Con acero de la misma remesa, elabora el último aro. El montón de chatarra, sin embargo, no prometía mayor cosa, apenas latas para ensayar sus inventos. Pero, escarbando, encontró unos pedazos de acero que resultaron ser suficientes. Y ahora surge una escultura como ella espera: con personalidad. No optó por la autógena para forjar hierro sino para insuflarle espíritu a la chatarra, eternidad a su alma. Con esta pieza, quedará lista su nueva colección de formas parecidas a nada. Esta de ahora, sólo para dar una idea, pues estas son palabras sin ilustraciones ni fotos, esta puede describirse como una guirnalda de aros, semejante a los antiguos ejercicios de caligrafía, pero está enroscada y, al mismo tiempo erguida sobre una plataforma trapezoidal y en declive. También hay una empalizada de garabatos a punto de volar, unas láminas en íntima comunión, y un exquisito espejo de cartuchos. Ninguna de las esculturas tiene parangón en el mundo, nada copian, ella habla de dar “nuevo uso a lo aparentemente muerto”, pero se queda corta, en realidad, se trata de un paso concreto a mejor vida pues las latas ascienden de una bodega de chatarra a un ambiente espiritual o de lujo sea que se queden en el Museo de Arte Moderno de Bogotá o vayan a parar a una mansión. Cuando les esperaba un futuro de óxido en esta vida, llega Felisa, también escapada de algo semejante al moho, y su pulso femenino  infunde alma con vibraciones de su vida que se agota, como todas las vidas.  De la suya rinde cabal cuenta el soplete cuyas plumas tienen un efecto búmeran, primero fijan las partes de la pieza y luego se devuelven a sus torrentes y les ponen alquitrán a sus pulmones y esquirlas a su corazón.  

jueves, 14 de diciembre de 2017

VERUSCHKA




La lente la captó en un pique de gacela. Una sucesión de zancadas estaban presentidas en el arranque, grácil, no pudo ser de otro modo. Ni siquiera de huida, tal es el refinamiento de las gacelas. Y ella va seguida de su vertiginosa trenza. El diseño del traje, secundario, dice de los años setentas. A la imaginación le quedaba establecer si ella huía o si jugaba. O ambas cosas, quizá a causa de un aguacero. Un criterio escueto habla de plasticidad, lo cual, aunque cierto, no lo dice todo. Apenas establece una mediana verdad que se fundamenta en torsiones con la pierna sobre la cabeza y otras poses que no por menos circenses pierden ese carácter extraordinario. A veces las despernancadas parecieran ser cosa de su metro con noventa de estatura. Llega a resultar evidente que una mujer muy alta brinque y le quede bonito; que otra cosa no promete la longitud de sus piernas, en total armonía fémur, tibia y peroné. Que en retribución a su gracia acude la danza aunque no suene música. Tales condiciones, sumadas al hecho de que la top model tuvo formación en arte, lo cual pudo sensibilizarla hacia formas elevadas de posar, en acertado performance, hasta hacerse musa del body painting, si bien contribuyen a la verdad sobre  Veruschka tampoco dan cuenta de su magia. Lo que se esclarece a fuerza de observarla es que su esqueleto cupo en cualquier piel, corteza o materia. Y que si se la mira, mujer de carne y musgo; alto pavo real en actitud de vuelo imposible; si se establece que el relámpago vibró al ritmo de sus pulsos; si se la ve como moldura y talle integrada con suma seriedad de ladrillo a la pared de una casa; si hiende el cielo, siendo tronco discernible sobre el tallo de un árbol que murió de pie; si repta verde sobre ramas vivas; si convoca toda la plástica del sigilo felino; en fin, si en un montón de piedras rodadas, porque la piedra rueda sobre sí misma/alma doliente vagando a solas/, etc., si en playa de río es piedra que duerme, canto rodado, sereno, podemos hablar de una dialéctica de los espíritus. Con suma facilidad concluimos que hubo intercambio de vibraciones entre Veruschka y la piedra, la pared, el leopardo, la serpiente, el musgo, la ventana, el rayo, el ave, el árbol calcinado, y que en íntimo diálogo, ella y cada una de tan múltiples cosas se dijeron: Porque todos los átomos que me pertenecen, también te pertenecen.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

COMO LA MAJA DESNUDA



Suculenta. Tanto que ni yo mismo lo podía negar. Un bocado de placer. Menos generoso en curvas sería. Lo mío, natural, ha sido el músculo. La grasa, ojalá. Que las hacen, y bien grandes, sin celulitis, duras. Pero, lo confieso, yo las prefiero naturales. También las tetas. Con su blandura. ¡Qué no diera yo! Crecí con esa idea de lo suculento. Viéndola, me veía: levantados los brazos, uno, debajo de la cabeza; el otro, apenas reposando en la almohada, no sólo son el gesto mismo del abandono sino de ofrecimiento. ¡Ah!, se percibe el humor de la lujuria. ¡Maja maldita!, me mataba. Yo quería producir el mismo efecto, y quería que viéndome, la vieran. También que aplaudieran mi toque de originalidad: no posaría en un sofá sino en una mesa de billar. Pero me faltó imaginación para conseguir la mesa. Pero, los sueños te alcanzan. Y la mesa me encontró a mí. Me faltó el aire, mi amado, que conoce todas mis fantasías, saltó de la emoción, me dijo: Henry, amado, si no es ahora, no será nunca. Libardo, amado, tenés razón, dije y salté sobre la mesa. Él tomó su cámara, hizo el encuadre,  cómplices fueron la luz oblicua que entró por el ventanal, una pareja y un empleado del hotel, también de los nuestros. Ellos asistieron al momento de lo nunca imaginado. Cuando mi cuerpo rozó el verde paño, me vistió la pose como un traje del deseo, y una pierna, en ligera flexión, reposó sobre la otra, en sexi ademán. La Maja me atravesó con sus doscientos años de lujuria. Lo juro. La cámara no miente. Ni esa noche de amor. Noche loca.