Pobre mi boca, ella sola se
escabulle con una risa, suena jijí, horrible. Digo que no lo quiero pintar, borro ese medio beso carmín que le quedó en la piel, lamento la mancha en su camisa, intento
preocuparlo, habrá un reproche, con justa razón, ¿qué dirá? Que te amo. Lástima
no poder decirle: viejo tonto. En cambio me afano, cómo es de útil el dedo
índice, porque resulta ser lo menos asquiento de mi cuerpo, con aplicación
limpio la mancha en su cuello, así compenso las muchas veces que lo esquivo.
Odio sus labios blandos, cuando me dice que lo bese a puerta cerrada me dejo
besar, me da una orden perentoria: ¡Bésame! No cierro los ojos, los aprieto con
un temblor de párpados, ya sé cómo es chupar una víscera cruda, ¡si pudiera
pensar en otro! Aquí, en el restaurante, la señora de enfrente me dijo con una
mirada: De manera que te vendés…, y no me refiero a la prostitución, las
trabajadoras sexuales no se venden, ellas ejercen un oficio, además, tienen sus
reglas, ¿una? No besan. Creo adivinar
por qué: la boca es receptora de una cosa muy sagrada: el pan de cada día. Con
una mirada también me fustigó, cuando él trataba de voltear mi cara para
besarme la boca. El beso cayó en la comisura, ella dijo: ¡Qué asco!, ¡guácala!,
grandísima tonta. Me humilló con una mirada en sesgo: yo estoy aquí, libre, con
mi marido, cinco años de diferencia no quita que seamos contemporáneos; ¿ves?,
nos besamos.
Yo clamaba al cielo: que llegue
la comida, que llegue. Tenía el plan de ocupar mi boca en toda su capacidad.
Qué tal atarugarme y hacerlo comer a él, ofrecerle de mi plato. Porque hoy tuve
el acierto de pedir un menú distinto del suyo. La señora, eso es ella, su
pechuga de paloma no miente, la proyecta hacia adelante y se le eleva el mentón,
y su pico purísimo, ella le ha hecho el comentario al esposo, es lo más seguro,
porque él también me mira en el preciso momento en que Campo me voltea la cara de un blando manotazo, esta
vez. Yo hacía que escuchaba sus palabras babosas: ¿Ah?, pasamos la tarde
juntos, quiero quererte toda, desde la punta de los pies hasta la coronilla;
hasta tu boca rica. Hoy la palabra más fea del vocabulario es la palabra
“rica”, le suena una “i” contaminada de “u” y de morbo. La señora, sé que le
detalla su cara fofa, pero aunque ella sepa, no sabe que más lo son sus labios;
en lo que sí acierta es en que se tintura el pelo para salir conmigo, que se
pone camisa estampada para verse jovial, que es obcecado y se le olvida su
dolor, que parece adinerado porque sale con una muchacha bonita. Sí, sé que lo
vio inflarse como un balón, tiene fisonomía para verse así. ¿Por qué miras a
ese tipo?, ¿lo conoces?, dice. Su mujer nos mira, digo. Es una vieja chismosa,
dice. Pero ella es menor que Campo, podría
ser su hija, y yo, hija de ella. Él habla herido porque no puede decir: ella te
tiene envidia. No sabe decir: ella te compadece. No dice: ella piensa que estás
conmigo por la plata.
La señora sabe mirar sin dirigir sus ojos
hacia el objetivo. Tiene un campo de visión semejante a… ¿cuál es el animal que
abarca trecientos sesenta grados con sólo mover los ojos?, ¿es un reptil? Así
es ella, y con un único punto ciego: la náusea. Él intenta volver mi cara hacia
la suya, los labios se estiran para pescar mi pobre boca; pero mi cabeza tiene
una traba, el músculo se encalambró, hay un atascamiento en las vértebras. La
señora ríe mientras come, habla con su marido, la risa parece agua fresca; él
la acaricia, ella recibe la caricia como si le cayera una flor encima. Campo,
le digo así porque esa parte de su nombre me suena bien, decirlo completo, Campo
Elías, me produce algo entre rabia y vergüenza, él habla palabras viscosas, yo
no sabía que las palabras tuvieran textura, y las atraviesa con un resuello, él
hiere de muerte a las palabras… Palabras, deseos, cosas a destiempo, prematuro
es algo que se adelanta a su momento; ¿existe una palabra para aquello cuyo
tiempo ya pasó?
Sentí la mirada de la señora,
mientras escuchaba a su marido me miró: ¿Ya viste que los hombres viejos se
convierten en sapo cuando están con una muchacha? Pues yo sí, desde mi puesto
lo veo; debés tener sensación de
mariposa cuando se queda pegada en la lengua del batracio. Hay que tener en
cuenta, muchacha, que nunca un sapo se ha convertido en príncipe; y que ninguna
metamorfosis entre especies resulta ser exitosa, ¿viste La mosca?, muchacha. Y,
¿te has preguntado por qué el hombre araña se viste con ese ridículo traje y
esa sofocante máscara? No señora, no vi La mosca, he visto el tráiler, cuando
él se está transformando. Es una película vieja. Pero actual, muchacha, ¿ves?,
apropiada para este momento. Tampoco había caído en cuenta de la pinta del
hombre araña, debe ser bien feo por debajo, digo, en su anatomía cuando sufre
la metamorfosis. Y, sí, usted deduce bien a partir de lo que ve; yo lo siento y
le confirmo: también tiene la piel fría y las manos torpes, como si todo él
fuera una vejiga. Manos de sapo pero rechonchas. Así opera la metamorfosis de
la que te hablo, sin ningún empalme, sin un proceso evolutivo que
incorpore uno en el otro, se vulnera la
armonía en su totalidad. Oiga, señora, pero las sirenas no son feas y el
centauro tampoco. Lo que pasa, muchacha, es que somos tolerantes con la
mitología griega, y sí, niña, puedo ver cómo avanza hacia tu boca; no es un
hombre sino un anhelo, un anhelo baboso. Y ¿qué es lo que transpira? No sé,
quizá lágrimas.
Por fin mi trinchera, me armo con mi cuchara,
los fríjoles me reconcilian con el mundo, me producen sentimientos de gratitud,
estos están exquisitos; el chicharrón está carnudo y crocante, muerdo y
degusto, la fruición se propaga por todo mi ser, enciende mi rostro, percibo en
mis manos un ligero temblor, ¡ah!, una expansión pulmonar me deja saber que yo
estaba sufriendo una apnea y ahora respiro de nuevo. ¿Sabés, mi muñeca?,
quisiera ser chicharrón, para que me comas con ese placer, ¿entiendes? Ni
porque fuera tonta, digo, y sigo comiendo. Insiste en besarme. Campo, déjeme
comer y coma usted.
La pareja ha pagado el almuerzo,
la señora saca la llave del carro, contundente el mensaje, la volea con
énfasis, como si tocara una campana y yo entiendo. Entonces imagino que salí
del restaurante, dije que iba al baño, pero salí caminando por la carretera,
acerté en la dirección que tomaría el carro de la pareja, ella manejaría, eché
a andar, ya habría caminado un trecho largo cuando ellos salieran; eché dedo,
ella entendió, detuvo el carro, me recogieron. Y yo no volví a la empresa.