Asqueado de la carnicería y los hábitos alimenticios de la
gente, se fue a vivir al campo. La carne en exhibición: los asaderos de pollo, el apetito excesivo de la gente que no es más
que otra exposición de la carne. Los embutidos. Mundo carnívoro. Rompió con la
sociedad de consumo y sus perniciosos hábitos alimenticios. Fue un legado que
recibió de ese mismo mundo, de su vida en la ciudad y en ambientes académicos,
había hecho cuatro semestres de estudios universitarios, lo cual le había
ampliado los horizontes del pensamiento, o por lo menos, le permitía asimilar
con verdadera proyección las preocupaciones institucionales de perspectiva
animalista lo que le tendió un puente hacia el vegetarianismo. Sin embargo, todo
un proceso reflexivo en sintonía con principios básicos de bienestar que, por más alternativa
que sea la persona pensante, no deja de considerar el futuro, lo llevó a la
conclusión de que necesitaba, primero, recursos para vivir y segundo que los
procesos agrícolas se toman su tiempo, pero que la barriga no da espera.
Entonces optó por la cría de gallinas. El
mundo que abandonaba también lo contenía en sus intrincados circuitos
inmateriales, generados por necesidades y relaciones: hay que comprar y vender.
Y, tal como sucede entre humanos, hacer el relevo generacional avícola, sobre
todo porque él necesitaba vivir. El círculo, lo redondo, lo cíclico, las
órbitas, se reiteran y por esa disposición del universo, todo tiene inscrito un
principio y un fin. Pero las amaría. Empezó por ponerles nombre y hacerles una
promesa: nunca me las voy a comer. Jamás las voy a matar. Rosana, Dayana,
Marcela, Vanesa, Venus, Paloma, tenía gallinas llamadas Paloma. Y mil nombres
más. Por los amantísimos cuidados,
lombrices, insectos, sobras, y la libertad de estar en el campo, los huevos
eran grandes de yema encendida, no hay infamia peor cometida contra las
gallinas que los gallineros industriales, donde las pobres aves no caminan ni
se les permite dormir, tampoco realizan su vuelos cortos. Hasta los carnívoros
menos sentimentales parecen aludirlo cuando se comen un huevo de profunda yema
zapote: ¡No hay como los huevos de finca! Y en ello vislumbraba otra forma de
ingreso, para un futuro: el alquiler de gallinas, práctica ya implementada en
otros países. Acá, en su granja, a las seis de la tarde, ellas buscaban su rama
de dormir, en una estampida de alas gordas, él salía al patio a mirarlas y
aspiraba el aire puro de su paraíso, por él preservado para las aves más nutricias
de la tierra. No, estas gozaban de la noche con su luna, aunque ellas no lo
supieran. Pero lo sentían. Cuando lo recordaba hacía un instante de silencio
profundo por los millones de gallinas vejadas cada día en su dignidad animal. Sin
embargo, las gallinas, no obstante su identidad, nombre y características, él
prefería las cariñosas, todas ellas iban
a parar a la olla, pero no a la de Iván, tal era su nombre, pues ya se ha dicho
que es vegetariano. No. A las grandes ollas de la carretera. Un par de reputados
restaurantes le compraban los excelentes productos de su gallinero.