jueves, 3 de mayo de 2018

IVÁN EL RISIBLE


  
Asqueado de la carnicería y los hábitos alimenticios de la gente, se fue a vivir al campo. La carne en exhibición: los asaderos de pollo,  el apetito excesivo de la gente que no es más que otra exposición de la carne. Los embutidos. Mundo carnívoro. Rompió con la sociedad de consumo y sus perniciosos hábitos alimenticios. Fue un legado que recibió de ese mismo mundo, de su vida en la ciudad y en ambientes académicos, había hecho cuatro semestres de estudios universitarios, lo cual le había ampliado los horizontes del pensamiento, o por lo menos, le permitía asimilar con verdadera proyección las preocupaciones institucionales de perspectiva animalista lo que le tendió un puente hacia el vegetarianismo. Sin embargo, todo un proceso reflexivo en sintonía con principios  básicos de bienestar que, por más alternativa que sea la persona pensante, no deja de considerar el futuro, lo llevó a la conclusión de que necesitaba, primero, recursos para vivir y segundo que los procesos agrícolas se toman su tiempo, pero que la barriga no da espera. Entonces optó por la cría de  gallinas. El mundo que abandonaba también lo contenía en sus intrincados circuitos inmateriales, generados por necesidades y relaciones: hay que comprar y vender. Y, tal como sucede entre humanos, hacer el relevo generacional avícola, sobre todo porque él necesitaba vivir. El círculo, lo redondo, lo cíclico, las órbitas, se reiteran y por esa disposición del universo, todo tiene inscrito un principio y un fin. Pero las amaría. Empezó por ponerles nombre y hacerles una promesa: nunca me las voy a comer. Jamás las voy a matar. Rosana, Dayana, Marcela, Vanesa, Venus, Paloma, tenía gallinas llamadas Paloma. Y mil nombres más.  Por los amantísimos cuidados, lombrices, insectos, sobras, y la libertad de estar en el campo, los huevos eran grandes de yema encendida, no hay infamia peor cometida contra las gallinas que los gallineros industriales, donde las pobres aves no caminan ni se les permite dormir, tampoco realizan su vuelos cortos. Hasta los carnívoros menos sentimentales parecen aludirlo cuando se comen un huevo de profunda yema zapote: ¡No hay como los huevos de finca! Y en ello vislumbraba otra forma de ingreso, para un futuro: el alquiler de gallinas, práctica ya implementada en otros países. Acá, en su granja, a las seis de la tarde, ellas buscaban su rama de dormir, en una estampida de alas gordas, él salía al patio a mirarlas y aspiraba el aire puro de su paraíso, por él preservado para las aves más nutricias de la tierra. No, estas gozaban de la noche con su luna, aunque ellas no lo supieran. Pero lo sentían. Cuando lo recordaba hacía un instante de silencio profundo por los millones de gallinas vejadas cada día en su dignidad animal. Sin embargo, las gallinas, no obstante su identidad, nombre y características, él prefería las cariñosas,  todas ellas iban a parar a la olla, pero no a la de Iván, tal era su nombre, pues ya se ha dicho que es vegetariano. No. A las grandes ollas de la carretera. Un par de reputados restaurantes le compraban los excelentes productos de su gallinero.