En realidad sí nos creó un soplo, un aleteo repentino del
aire no se queda en viento sino que produce efectos insospechados, en mi caso
estremecimiento y un oficio. Como primera medida, se me erizaron los pelos, no
digo vellos porque el cuero cabelludo reaccionó en mi región occipital. Yo
estaba en la elba, acababa de zarandear el café, abajo, la casa sola, ni gato
que trepara ni perro que batiera la cola, el
minino estaba confinado en una jaula mientras sanaba de una conjuntivitis; y
Conga andaba detrás de mi papá recorriendo la finca, mi madre estaba mercando.
Los hermanos, en la escuela. En el corredor,
colgaba de un clavo la guitarra, nadie la tocaba, años atrás la había
comprado mi papá por un doble motivo: un despecho y una canción: “Llora
guitarra porque eres mi voz de dolor” Nunca lloró ni ella ni nadie tocándola.
En su lugar, nací yo, entonces mi padre preguntó sobre guitarristas famosos y
el profesor, en el bar de Manolo, le dijo: Jimmy Hendrix. ¿Quién es? Ya le
dije: un guitarrista. Pero, ¿qué toca? Rock. Yo no soy aficionado al rock,
mejor le pongo Garzón o Collazos, ¿cómo quedaría uno de esos apellidos para
bautizar una niña? Garzón significa muchacho, viejo man, una ligera diferencia
con el francés en cuanto a la escritura, pero es muchacho. Collazos, por su parte, sólo habla de un
apellido, además, ellos no son famosos ni siquiera aquí, en cambio Hendrix es
una estrella de talla mundial. Como los nombres raros siempre hacen carrera, mi
papá lo consideró, no me puso Jimmy porque las niñas no se llamaban así, en cambio
Hendrix podía pasar por femenino. Ya con uso de razón estuve de acuerdo con
tener nombre de guitarrista pero hubiera preferido llamarme Santana Molano Torres,
primero porque escuché a “Flor de luna” y a “Mujer de magia negra”, segundo
porque en la escuela me matoneaban: liendre, me decían. Llegué a fantasear con
que me llamaban Santana, pero cuando soñaba no lograba imaginarme a mí misma
sino a Carlos Santana, que vibraba como
una cuerda cuando tocaba la guitarra, así lo había visto por primera vez en un video de Woodstock, si alguien no queda
impactado es porque está muerto. El
sonido de una guitarra, entonces, me
inspiraba, no para tocarla sino para sentir. Después quise bailarme el cuatro de Yomo Toro, ahora
definía lo sublime: el espíritu cuando desborda la materia. Supe cómo se
llamaba por Héctor Lavoe que lo nombraba en “La murga de Panamá” Después lo
identifiqué en muchas canciones de la Fania all Stars. Antes, de chiquita,
escuché otras guitarras, las de Garzón y Collazos, los ponían en la emisora que
sintonizaba mi papá, yo pensaba que se trataba de un sonido torrente de cuerdas
en “Los guaduales” Yo era una muchacha musical, sin embargo nunca bajé la
guitarra de su clavo hasta ese día. Dejé el café bien esparcido en sus cajones,
abajo todo quieto, el platanal y los cafetales. Y ni un pájaro volando.
Entonces mis oídos escucharon un leve sonido de cuerdas. Al principio me asusté
pero bajé a hacerle frente, estaba dispuesta a desmayarme del susto al ver nada
menos que al duende con su sombrero más grande que él, pues el sonido era
dulce, sólo una guitarra destemplada lo espantaba. Pero, además de considerar
al mito con su leyenda también elaboré una explicación: un amague repentino de
los vientos de julio se coló por entre el platanal, entró al corredor y
estremeció las cuerdas de la guitarra. Se entabló un contrapunteo conmigo: No
había viento. Dije amague. No había viento. Amague significa repentino. No,
significa intento. En el diccionario, pero en el mundo real puede ser un soplo
de viento porque julio ya está llegando. Hmmm. Es un llamado. Hmmm. El duende
no existe. Hmmm. Esas dos expresiones de mí misma, entiéndase miedo y valor, establecieron
su equilibrio en ese punto medio que permite el desempeño corriendo pequeños
riesgos aunque sin epifanías verdaderas. Descolgué la guitarra: lo primero que
hice fue ejecutar un rasgueo y estornudar a causa del polvero. Pisé tres cuerdas,
no sé cuáles, siguiendo una lógica elemental: cada dedo pisó una cuerda, y
quizá porque cordial y anular se apoyan en la caligrafía los puse en el mismo
traste; y porque el índice conserva una relativa independencia con respecto a
los otros dedos quedó en el traste anterior. Juro que sonó un acorde. Quedé
encantada aunque con rinitis. Luego, limpiando la guitarra exploré las clavijas
y el oído me orientó, estaba dotada como casi todo cuerpo. Establecí un
charrangueo con la misma posición de los dedos pero bajando y subiendo por el mástil.
Desestimé el hecho de que no hay peor ruido que el de un instrumento mal tocado
y pasé charrangueando unas cuantas tardes, hasta que a mis padres les hizo ilusión y me
fotocopiaron una cartilla. Las claves de sol y de fa fueron mis caballitos de
batalla, ellas se encargaron de afianzarme en una práctica que, para mi salud
mental, oscila entre afición y oficio, de manera que transito una zona de
amplio espectro de la cual no precisaron ni Santana ni Hendrix porque, en un giro de
tuerca, transmutaron su ser en vibración, sino cómo es que del nylon brota alma
o se fusionan fibras, cómo es que de su toque emerge el espíritu humano. El
resto de mortales constituyen un telón de fondo, yo entre ellos, rasgando la
guitarra con la misma técnica de cualquier mortal, para ganarme la vida en
noches de ronda.