Suculenta. Tanto que ni yo mismo lo podía negar. Un bocado de
placer. Menos generoso en curvas sería. Lo mío, natural, ha sido el músculo. La
grasa, ojalá. Que las hacen, y bien grandes, sin celulitis, duras. Pero, lo
confieso, yo las prefiero naturales. También las tetas. Con su blandura. ¡Qué
no diera yo! Crecí con esa idea de lo suculento. Viéndola, me veía: levantados
los brazos, uno, debajo de la cabeza; el otro, apenas reposando en la almohada,
no sólo son el gesto mismo del abandono sino de ofrecimiento. ¡Ah!, se percibe
el humor de la lujuria. ¡Maja maldita!, me mataba. Yo quería producir el mismo
efecto, y quería que viéndome, la vieran. También que aplaudieran mi toque de
originalidad: no posaría en un sofá sino en una mesa de billar. Pero me faltó
imaginación para conseguir la mesa. Pero, los sueños te alcanzan. Y la mesa me
encontró a mí. Me faltó el aire, mi amado, que conoce todas mis fantasías,
saltó de la emoción, me dijo: Henry, amado, si no es ahora, no será nunca. Libardo,
amado, tenés razón, dije y salté sobre la mesa. Él tomó su cámara, hizo el
encuadre, cómplices fueron la luz
oblicua que entró por el ventanal, una pareja y un empleado del hotel, también
de los nuestros. Ellos asistieron al momento de lo nunca imaginado. Cuando mi
cuerpo rozó el verde paño, me vistió la pose como un traje del deseo, y una
pierna, en ligera flexión, reposó sobre la otra, en sexi ademán. La Maja me
atravesó con sus doscientos años de lujuria. Lo juro. La cámara no miente. Ni
esa noche de amor. Noche loca.