Toc-toc. Adelante. Indecisa
la puerta oscilaba sobre sus goznes ¿abro?, ¿cierro?, ¿le machuco un dedo? Ella
empujó. También el humor de la enfermedad le opuso resistencia y ella lo disipó
con la decencia que a todo se sobrepone. Y su abanico de Carey. Y lo vio surgir
del lecho y levitar. La enfermedad aligera el peso de las culpas, pensó ella
sin más reproche. Albura de sábanas tenía el alma. Y exhalación de hipoclorito.
La fiebre operaba inocencia en sus pupilas, sus ojos alumbraban, sólo por
motivos protocolarios permanecía encendida la luz mortecina del bombillo led,
ojito de cocuyo. Mística fue la experiencia de encontrarse, en persona, con la
postrera fuerza levantando esa humanidad carcomida. Firme la cabeza, aunque
silbando el pecho, tartamudeó el saludo de toda la vida, la vida pasada: ¿Qué
hay de cosas? Y la habitación se estremeció. Ella lo apaciguó: No se aterre, no soy un
fantasma, dijo. Soy yo misma en persona. Hombre levitado, dijo: En cambio yo
soy una sombra de mí. De todas maneras, aterrizó. Y le ofreció el borde de la
cama para que ella se sentara. ¿O le pidió su calor? Ella prefirió buscar una
silla para estar cómoda, sostenida y recta la espalda, en el espaldar. Hablaron
de cosas: el clima, el desempleo, los diálogos de paz. Los hijos de los dos, a
esas alturas, con sus vidas resueltas. Las manos se buscaron, como la primera
vez, desprevenidas y a hurtadillas. Que ellos no se dieran cuenta. Ella apretó
su fiebre, el apretó un alma reposada, como si el abandono no hubiera ocurrido.
Sin embargo, habían estado en orillas opuestas durante años, con tres
coyunturas definitivas: cuando él huyó con otra mujer y la dejó a ella, la de
ahora, a la vera del camino con las rodillas sangrantes; cuando ella lo mandó a
buscar con el hijo mayor y una notica en la que decía: Aquí no ha pasado nada.
Regresa. Pero él no quiso volver; y años, muchos años después, cuando él buscó
un alero para salvaguardarse del chubasco de arrugas y de males, y ella le
dijo: ¡Váyase pa’ la mierda! Ella nunca decía groserías, de manera que hablaba
en serio. A la mierda se fue y allá se quedó hasta el día de hoy, en que moría.
Las palabras discurrieron por atajos, a veces caían en cavernas de silencio
pero los guiaban, las manos entrelazadas. Fue una visita especial: corta para ambos
aunque se prolongó por horas. Tres para ser exactos. Después, ella se incorporó
palmoteando la mano febril de él que todavía quería más presencia. Todo en él
pedía piedad, pero ella se despidió. Él la vio ir. El hijo, que en la época del
abandono llevara el recado, la esperaba al otro lado de la puerta. Había ido y
vuelto varias veces a la casa sola. Caminaron en silenció, luego el hijo habló.
Cuénteme, madre. Y ella respondió: Él no me pidió perdón y yo no le dije que lo
perdonaba.