Como todo en la vida, el cerco contra el infierno contribuye
a crearlo. Felisa se asa tras la máscara, las gafas y el delantal, la piel está
que revienta en llamas, pero falta poco para completar la creación. Con acero
de la misma remesa, elabora el último aro. El montón de chatarra, sin embargo,
no prometía mayor cosa, apenas latas para ensayar sus inventos. Pero,
escarbando, encontró unos pedazos de acero que resultaron ser suficientes. Y
ahora surge una escultura como ella espera: con personalidad. No optó por la
autógena para forjar hierro sino para insuflarle espíritu a la chatarra,
eternidad a su alma. Con esta pieza, quedará lista su nueva colección de formas
parecidas a nada. Esta de ahora, sólo para dar una idea, pues estas son
palabras sin ilustraciones ni fotos, esta puede describirse como una guirnalda
de aros, semejante a los antiguos ejercicios de caligrafía, pero está enroscada
y, al mismo tiempo erguida sobre una plataforma trapezoidal y en declive.
También hay una empalizada de garabatos a punto de volar, unas láminas en
íntima comunión, y un exquisito espejo de cartuchos. Ninguna de las esculturas
tiene parangón en el mundo, nada copian, ella habla de dar “nuevo uso a lo
aparentemente muerto”, pero se queda corta, en realidad, se trata de un paso
concreto a mejor vida pues las latas ascienden de una bodega de chatarra a un
ambiente espiritual o de lujo sea que se queden en el Museo de Arte Moderno de
Bogotá o vayan a parar a una mansión. Cuando les esperaba un futuro de óxido en
esta vida, llega Felisa, también escapada de algo semejante al moho, y su pulso
femenino infunde alma con vibraciones de
su vida que se agota, como todas las vidas.
De la suya rinde cabal cuenta el soplete cuyas plumas tienen un efecto
búmeran, primero fijan las partes de la pieza y luego se devuelven a sus
torrentes y les ponen alquitrán a sus pulmones y esquirlas a su corazón.