martes, 14 de abril de 2015

LA PARCA CON EL GESTO DE LA MONA LISA


Yo le conozco el gesto y mi padre le conoce las pisadas. Por eso me llama desde su lecho: ¡Adriana! Más que mi nombre es un grito herido con la afilada hoja de la guadaña. ¡Adriana! Yo me demoro en despertar porque, dormida, ya sé. Tener consciencia estando dormidos es un evento que sólo les sucede a los mártires. Me lo dijo una santa mujer. Yo, dormida, ya lo sé todo, incluso que son las tres de la mañana. Que esperaré las horas de reposo que les faltan a mis hermanos para entonces llamarlos a ver si quieren asistir a la mueca postrera que será bien retorcida. ¡Adriana!, y yo me siento, el sueño pesa en mis ojos. El sueño tiene peso de plomo. Me hace tambalear. Me jala de vuelta a la cama. Mis pies tantean en busca de las chanclas. ¡Adriana! Y las chanclas chancletean la nana de los sonámbulos, la cobija viene arrastrando su cola de dulce abrigo. ¡Adriana! No estamos lejos, sólo media entre nosotros una pared que tenía un vano sin puerta. Yo lo hice tapiar para sofocar mis ansias y, sin embargo, estar ahí. Noches enteras lo oigo roncar hasta que se queda por allá en el fondo de la vida. Entonces espero que el aire se vuelva sólido, concreto, hielo; aire de las alturas infinitas; aire del Tíbet. Pero sólo en el ámbito de mi padre. Mientras llega el momento, él emerge de las profundidades, y con él la parca que tiene esa risa partida por la mitad. Esa risa lacerante. Parca perversa. Aunque sus gritos crispan la noche tranquila, yo demoro en llegar,  enormes distancias se tienden entre nuestras habitaciones contiguas: los sueños truncados. Y el miedo. ¡Adriana! Y yo lo miro desde el umbral. Yace en un charco de horror. O será el aire derretido. ¡Adriana!, grita. Padre, respondo. Entonces él dice lo mismo: ¡Llámelos a todos! Dígales que vengan. Llegó la hora. Yo no me quiero morir.