LA PARCA CON EL GESTO DE LA MONA LISA
Yo le conozco el gesto y mi padre le conoce las pisadas. Por
eso me llama desde su lecho: ¡Adriana! Más que mi nombre es un grito herido con
la afilada hoja de la guadaña. ¡Adriana! Yo me demoro en despertar porque,
dormida, ya sé. Tener consciencia estando dormidos es un evento que sólo les
sucede a los mártires. Me lo dijo una santa mujer. Yo, dormida, ya lo sé todo,
incluso que son las tres de la mañana. Que esperaré las horas de reposo que les
faltan a mis hermanos para entonces llamarlos a ver si quieren asistir a la
mueca postrera que será bien retorcida. ¡Adriana!, y yo me siento, el sueño
pesa en mis ojos. El sueño tiene peso de plomo. Me hace tambalear. Me jala de
vuelta a la cama. Mis pies tantean en busca de las chanclas. ¡Adriana! Y las
chanclas chancletean la nana de los sonámbulos, la cobija viene arrastrando su
cola de dulce abrigo. ¡Adriana! No estamos lejos, sólo media entre nosotros una
pared que tenía un vano sin puerta. Yo lo hice tapiar para sofocar mis ansias y,
sin embargo, estar ahí. Noches enteras lo oigo roncar hasta que se queda por
allá en el fondo de la vida. Entonces espero que el aire se vuelva sólido,
concreto, hielo; aire de las alturas infinitas; aire del Tíbet. Pero sólo en el
ámbito de mi padre. Mientras llega el momento, él emerge de las profundidades,
y con él la parca que tiene esa risa partida por la mitad. Esa risa lacerante. Parca perversa. Aunque
sus gritos crispan la noche tranquila, yo demoro en llegar, enormes distancias se tienden entre nuestras
habitaciones contiguas: los sueños truncados. Y el miedo. ¡Adriana! Y yo lo
miro desde el umbral. Yace en un charco de horror. O será el aire derretido.
¡Adriana!, grita. Padre, respondo. Entonces él dice lo mismo: ¡Llámelos a
todos! Dígales que vengan. Llegó la hora. Yo no me quiero morir.