Hoy no soy lo que pude ser. No digo rica, ni estudiada, ni glamurosa.
Fui linda y lucí. Tenía un estilo aceptable, aunque cierta falta de gracia que
la belleza podía suplir: ¡Ah!, mi rostro convencía con su gesto bobalicón,
tanto que no necesitaba más, ni siquiera más cabello, pues mi pelo lacio se
veía bien: llevarlo corto disimulaba su escasez. Por otra parte, yo suplía falencias
con zapatos altos, fajas; con la nariz no pude pero los ojos desviaban las
miradas. Los ojos y la moda. Pero sucedió algo que nunca pensé: el tiempo
pasó. Lo supe tarde porque siempre fui
lenta, digo, para moverme, caminar, realizar actividades. Mi rutina era lo más
fácil que se pueda imaginar: comer, arreglarme, ver televisión. ¡Chismear!
Vivía de lo que vive cualquiera: un trabajo fácil que no me demandó mayor
esfuerzo. Hubo algún contratiempo al principio, digamos, los primeros tres
meses, estuve a punto de mandarlo al diablo, pero tenía que comer. La barriga
es la que nos mueve, como me dijo una sabia mujer: somos esclavos de la cuchara.
Después, el negocio agarró su inercia, es decir, marchó por mi necesidad pero a
mi ritmo. Por esos días, me di cuenta de que la cama es mi mejor lugar. Frente
al televisor. Ahora que la naturaleza me hace lerda, que la tierra me pide
porque, al final, todos somos minerales, pienso que no soy lo que pude ser: maquilladora
de uñas, cocinera de postres. Frasquitos, corta uñas, espátulas, removedor,
cremas, todo eso cabría en mis horas vacías. Claro, si ese kit hubiera tenido
el poder de habituarme al trabajo. ¿Acaso lo tienen las cosas? Y, porque algo
faltara, lo sé hoy, un asunto compatible con las uñas serían los postres. Lo
pienso ahora que no sé qué hacer con mi humanidad, dónde ponerla. El tiempo
transcurre desolado, qué cosa más aburridora es el tiempo. La enfermedad me
serviría para matarlo. Pero siento síntomas, voy al médico y resulta que no es
nada. ¡Qué aburrimiento!, ni siquiera me enfermo.