Él se azotaba contra
las paredes, los motivos eran la escuela, la madre, la novia que dejaba una
estela de hormonas a su paso, no era por otra cosa que los muchachos salían
detrás. A él le parecía que ella se dejaba oler. Y, la madre, ¿por qué tenía
presencia de sombra? Su concepto sobre la escuela se resolvía entre dos estados:
la rebeldía y la pereza. Y se expresaba con una frase contundente: ¡Abajo la
institución! We don’t need your education.
Pero las expectativas de esos tres tormentos lo presionaban: consejos, malas
notas, una que otra amenaza, la mayor de todas se la infligían los estrógenos
de la novia. Y ya sabía que la ira tenía consistencia de piedra. ¡Cómo le
apretaba el pecho! Entonces se azotaba contra las paredes. Piedra contra
piedra. Pero salía del combate con moretones y chichones en la frente. Los amigos
llegaron a identificar los chichones con los cuernos. Entonces enfiló baterías
contra la novia. También contra la madre. Y le dio la espalda estudiantil,
estrecha, encapuchada, en alto el dedo
cordial, a la escuela. Le exigió a la novia que lo visitara de cuatro a diez.
También que fuera a estudiar, pues el colegio no representaba mayor amenaza,
era femenino regentado por monjas. Entonces tenía la mañana libre para dibujar
figuras góticas. Y atormentar a los vecinos con su dark music. A la madre le exigió que no regresara del
trabajo antes de las diez. Cada día era más gótico y perceptivo de la amenaza
hormonal. La novia, entonces, se cansó. Faltó un par de días. Al tercero, él la
esperó a la salida del colegio y la llevó para su casa a empellones. Ella
lloró, le dijo que lo amaba pero que estaba cansada de que la presionara. ¿Y,
tú no me presionas a mí? ¿Yo? ¡No, yo, pendeja! Yo, ¿qué hago? Mostrar las
tetas y mover el culo. ¡Oigan a este! Mejor, terminemos, y te consigues una
novia sin tetas ni culo. Si te vas me mato. ¡Oigan a este! Se paró de la silla,
estaban en el comedor que a su vez estaba pegado a la sala y a dos pasos de la
cocina. Fue a la nevera, se sirvió un vaso de agua, y el primer sorbo se lo
sopló en el rostro, también le aventó lo que quedaba en el vaso. Derribó un par
de sillas y pudo salir de la casa. A las diez de la noche que regresó la mamá,
el muchacho cuan gótico era, dark y furioso, se llamaba Orlando, colgaba de una
viga.