miércoles, 8 de noviembre de 2017

COMO LA MAJA DESNUDA



Suculenta. Tanto que ni yo mismo lo podía negar. Un bocado de placer. Menos generoso en curvas sería. Lo mío, natural, ha sido el músculo. La grasa, ojalá. Que las hacen, y bien grandes, sin celulitis, duras. Pero, lo confieso, yo las prefiero naturales. También las tetas. Con su blandura. ¡Qué no diera yo! Crecí con esa idea de lo suculento. Viéndola, me veía: levantados los brazos, uno, debajo de la cabeza; el otro, apenas reposando en la almohada, no sólo son el gesto mismo del abandono sino de ofrecimiento. ¡Ah!, se percibe el humor de la lujuria. ¡Maja maldita!, me mataba. Yo quería producir el mismo efecto, y quería que viéndome, la vieran. También que aplaudieran mi toque de originalidad: no posaría en un sofá sino en una mesa de billar. Pero me faltó imaginación para conseguir la mesa. Pero, los sueños te alcanzan. Y la mesa me encontró a mí. Me faltó el aire, mi amado, que conoce todas mis fantasías, saltó de la emoción, me dijo: Henry, amado, si no es ahora, no será nunca. Libardo, amado, tenés razón, dije y salté sobre la mesa. Él tomó su cámara, hizo el encuadre,  cómplices fueron la luz oblicua que entró por el ventanal, una pareja y un empleado del hotel, también de los nuestros. Ellos asistieron al momento de lo nunca imaginado. Cuando mi cuerpo rozó el verde paño, me vistió la pose como un traje del deseo, y una pierna, en ligera flexión, reposó sobre la otra, en sexi ademán. La Maja me atravesó con sus doscientos años de lujuria. Lo juro. La cámara no miente. Ni esa noche de amor. Noche loca.