domingo, 16 de septiembre de 2018

DESOCUPADA



Hoy no soy lo que pude ser. No digo rica, ni estudiada, ni glamurosa. Fui linda y lucí. Tenía un estilo aceptable, aunque cierta falta de gracia que la belleza podía suplir: ¡Ah!, mi rostro convencía con su gesto bobalicón, tanto que no necesitaba más, ni siquiera más cabello, pues mi pelo lacio se veía bien: llevarlo corto disimulaba su escasez. Por otra parte, yo suplía falencias con zapatos altos, fajas; con la nariz no pude pero los ojos desviaban las miradas. Los ojos y la moda. Pero sucedió algo que nunca pensé: el tiempo pasó.  Lo supe tarde porque siempre fui lenta, digo, para moverme, caminar, realizar actividades. Mi rutina era lo más fácil que se pueda imaginar: comer, arreglarme, ver televisión. ¡Chismear! Vivía de lo que vive cualquiera: un trabajo fácil que no me demandó mayor esfuerzo. Hubo algún contratiempo al principio, digamos, los primeros tres meses, estuve a punto de mandarlo al diablo, pero tenía que comer. La barriga es la que nos mueve, como me dijo una sabia mujer: somos esclavos de la cuchara. Después, el negocio agarró su inercia, es decir, marchó por mi necesidad pero a mi ritmo. Por esos días, me di cuenta de que la cama es mi mejor lugar. Frente al televisor. Ahora que la naturaleza me hace lerda, que la tierra me pide porque, al final, todos somos minerales, pienso que no soy lo que pude ser: maquilladora de uñas, cocinera de postres. Frasquitos, corta uñas, espátulas, removedor, cremas, todo eso cabría en mis horas vacías. Claro, si ese kit hubiera tenido el poder de habituarme al trabajo. ¿Acaso lo tienen las cosas? Y, porque algo faltara, lo sé hoy, un asunto compatible con las uñas serían los postres. Lo pienso ahora que no sé qué hacer con mi humanidad, dónde ponerla. El tiempo transcurre desolado, qué cosa más aburridora es el tiempo. La enfermedad me serviría para matarlo. Pero siento síntomas, voy al médico y resulta que no es nada. ¡Qué aburrimiento!, ni siquiera me enfermo.

sábado, 21 de julio de 2018

SCHEREZADO


Le contó el cuento del estrato cinco, el del carro nuevo; el cuento del salario para ella sola, ah, que no gastara ni en una rama de cilantro. ¿Que se achicharraba el tetero de la niña en la parrilla? Para esa y todas las contingencias le dejaba unos pesos, todos los días, encima de la mesa, pisados con el salero. Y este recurso de su imaginación, aunque copiado, era suyo. Tomado de aquella legendaria princesa, pero suyo. Se le había ocurrido, de pronto. Inspirado en el amor. Inspirado en su reina, la única. Las otras habían sido madres de otros, a   todas les tocó una vida restringida, a su servicio, en barrios estrato tres con calles peatonales. Sin carro. Sin salario. Que lo tomaran de este modo: Él lo era todo. Proletario y académico ortodoxo. Mochila y libros en dosis masivas. Aliento a café y cigarrillo. Y música, su música: la música celta. En los setentas, buscando la forma de ser original, se topó con Pentangle, etcétera. ¡Y, por Dios, cómo lo sufrieron sus mujeres! Pero ahora se aproximó a esta parte del mundo, y a su reina le dedicó un bolero cursi: Delicado. Y puso el mundo más o menos a sus pies: el carro lo manejaba él. ¡Ah, el auto tiene su veneno! Sí, lo sabía por aquella poeta cuyo nombre prefería callar, porque era la innombrable, ¡ah!, pero sus versos: Tú llevas los faroles encendidos/ y yo los ojos bien abiertos…/ ¡El agua de los charcos mira arriba/ extasiada en espejos!/ Y tú y yo saltamos sobre ellos,/¡rompiendo charcas y rompiendo cielos.  Que no lo supiera su reina. Por eso siempre iba él al volante,  ella aferrada al cuento de la comodidad, el espejo retrovisor hacía de copiloto, atrás la niña en su silleta. Con ese y los otros cuentos tenía su reina. ¡Ah!, pero no eran cuentos inconclusos, ni contados de noche, en la alcoba, en la cama; en la cama, en la alcoba, de noche; en la alcoba, de noche, en la cama.  No.

jueves, 3 de mayo de 2018

IVÁN EL RISIBLE


  
Asqueado de la carnicería y los hábitos alimenticios de la gente, se fue a vivir al campo. La carne en exhibición: los asaderos de pollo,  el apetito excesivo de la gente que no es más que otra exposición de la carne. Los embutidos. Mundo carnívoro. Rompió con la sociedad de consumo y sus perniciosos hábitos alimenticios. Fue un legado que recibió de ese mismo mundo, de su vida en la ciudad y en ambientes académicos, había hecho cuatro semestres de estudios universitarios, lo cual le había ampliado los horizontes del pensamiento, o por lo menos, le permitía asimilar con verdadera proyección las preocupaciones institucionales de perspectiva animalista lo que le tendió un puente hacia el vegetarianismo. Sin embargo, todo un proceso reflexivo en sintonía con principios  básicos de bienestar que, por más alternativa que sea la persona pensante, no deja de considerar el futuro, lo llevó a la conclusión de que necesitaba, primero, recursos para vivir y segundo que los procesos agrícolas se toman su tiempo, pero que la barriga no da espera. Entonces optó por la cría de  gallinas. El mundo que abandonaba también lo contenía en sus intrincados circuitos inmateriales, generados por necesidades y relaciones: hay que comprar y vender. Y, tal como sucede entre humanos, hacer el relevo generacional avícola, sobre todo porque él necesitaba vivir. El círculo, lo redondo, lo cíclico, las órbitas, se reiteran y por esa disposición del universo, todo tiene inscrito un principio y un fin. Pero las amaría. Empezó por ponerles nombre y hacerles una promesa: nunca me las voy a comer. Jamás las voy a matar. Rosana, Dayana, Marcela, Vanesa, Venus, Paloma, tenía gallinas llamadas Paloma. Y mil nombres más.  Por los amantísimos cuidados, lombrices, insectos, sobras, y la libertad de estar en el campo, los huevos eran grandes de yema encendida, no hay infamia peor cometida contra las gallinas que los gallineros industriales, donde las pobres aves no caminan ni se les permite dormir, tampoco realizan su vuelos cortos. Hasta los carnívoros menos sentimentales parecen aludirlo cuando se comen un huevo de profunda yema zapote: ¡No hay como los huevos de finca! Y en ello vislumbraba otra forma de ingreso, para un futuro: el alquiler de gallinas, práctica ya implementada en otros países. Acá, en su granja, a las seis de la tarde, ellas buscaban su rama de dormir, en una estampida de alas gordas, él salía al patio a mirarlas y aspiraba el aire puro de su paraíso, por él preservado para las aves más nutricias de la tierra. No, estas gozaban de la noche con su luna, aunque ellas no lo supieran. Pero lo sentían. Cuando lo recordaba hacía un instante de silencio profundo por los millones de gallinas vejadas cada día en su dignidad animal. Sin embargo, las gallinas, no obstante su identidad, nombre y características, él prefería las cariñosas,  todas ellas iban a parar a la olla, pero no a la de Iván, tal era su nombre, pues ya se ha dicho que es vegetariano. No. A las grandes ollas de la carretera. Un par de reputados restaurantes le compraban los excelentes productos de su gallinero.


lunes, 9 de abril de 2018

GÓTICO


 Él se azotaba contra las paredes, los motivos eran la escuela, la madre, la novia que dejaba una estela de hormonas a su paso, no era por otra cosa que los muchachos salían detrás. A él le parecía que ella se dejaba oler. Y, la madre, ¿por qué tenía presencia de sombra? Su concepto sobre la escuela se resolvía entre dos estados: la rebeldía y la pereza. Y se expresaba con una frase contundente: ¡Abajo la institución! We don’t need your education. Pero las expectativas de esos tres tormentos lo presionaban: consejos, malas notas, una que otra amenaza, la mayor de todas se la infligían los estrógenos de la novia. Y ya sabía que la ira tenía consistencia de piedra. ¡Cómo le apretaba el pecho! Entonces se azotaba contra las paredes. Piedra contra piedra. Pero salía del combate con moretones y chichones en la frente. Los amigos llegaron a identificar los chichones con los cuernos. Entonces enfiló baterías contra la novia. También contra la madre. Y le dio la espalda estudiantil, estrecha, encapuchada,  en alto el dedo cordial, a la escuela. Le exigió a la novia que lo visitara de cuatro a diez. También que fuera a estudiar, pues el colegio no representaba mayor amenaza, era femenino regentado por monjas. Entonces tenía la mañana libre para dibujar figuras góticas. Y atormentar a los vecinos con su dark music.  A la madre le exigió que no regresara del trabajo antes de las diez. Cada día era más gótico y perceptivo de la amenaza hormonal. La novia, entonces, se cansó. Faltó un par de días. Al tercero, él la esperó a la salida del colegio y la llevó para su casa a empellones. Ella lloró, le dijo que lo amaba pero que estaba cansada de que la presionara. ¿Y, tú no me presionas a mí? ¿Yo? ¡No, yo, pendeja! Yo, ¿qué hago? Mostrar las tetas y mover el culo. ¡Oigan a este! Mejor, terminemos, y te consigues una novia sin tetas ni culo. Si te vas me mato. ¡Oigan a este! Se paró de la silla, estaban en el comedor que a su vez estaba pegado a la sala y a dos pasos de la cocina. Fue a la nevera, se sirvió un vaso de agua, y el primer sorbo se lo sopló en el rostro, también le aventó lo que quedaba en el vaso. Derribó un par de sillas y pudo salir de la casa. A las diez de la noche que regresó la mamá, el muchacho cuan gótico era, dark y furioso, se llamaba Orlando, colgaba de una viga.

martes, 6 de marzo de 2018

EN UN RINCÓN DEL ALMA




Hay una mujer muerta y una niña desaparecida. Me acuerdo de mi propia historia y la de mi madre. Al dictamen de medicina legal no le cupieron suspicacias. En ese pueblo, la gente se moría. Y se mataba. Y nada quedaba por decir ni averiguar. ¿Qué le cabía a un carpintero honorable, padre de tres hijos que quedó viudo de repente? Lástima. Vecino de la comunidad de las Vicentinas que le mandaban a hacer los caballetes de colgar los mapas, a ajustar las barandas del altar ¿qué le cabía? Tan pobre el pobre. Acostó el cadáver de mi madre en la mesa de cepillar las tablas. Y vino la escuela entera a ver a mi madre muerta. Y a mí. Mis hermanitos prendidos de mi falda. Y mi padre, tan pobre el pobre. Pero lo que yo sabía no tenía nombre ni palabras para repetirlo. Lo decía mi madre, por ella aprendí la palabra: torvo. Porque ella le decía torvo animal, torva mirada; antes de ponerle una mano encima a la niña, me tiene que matar. Luego vi a mi madre echar espuma por la boca. A las monjas que llegaron y al médico que él mismo llamó, les habló mi padre del veneno para ratas. Noches tenebrosas fueron las de esos días, lo sabía mi corazón. Desplegué sobre mi cama alas para los tres: mis hermanitos y yo. Ellos se metían debajo de mis brazos. Las alas eran de ellos. Una mano anhelante subía por mis muslos, la espantaban las alitas de mis ángeles, pero a ellas las debilitaba el sueño, las sofocaban los regaños, los golpes. Durmiendo con su hermana nunca serían machos. ¡Tengan! Nadie sabía de los cardenales porque ellos no iban al preescolar. Durante el día yo los amarraba a mi falda, él los soltaba, ellos lloraban. No bien terminada la licencia escolar por la muerte de mi madre, eché para la escuela de la vida. La poca ropa que tenía me cupo en la mochila, a la hora de la campana, cuando tañía el primer llamado, antes de que se cerrara el contra portón y empezara una mañana vacía sin mañana, una mañana con la amenaza de la tarde, una mañana de noches aterradas, yo cogí el camino a ninguna parte. Tomé un bus, el primero que paró en la estación que estaba lejos, a veinte cuadras asustadas. Mis hermanitos presintieron mi definitiva partida. Sus manitas no crecieron nunca, se quedaron para siempre haciendo su adiós mocoso. Se llamaban Miguel y Ramiro.


miércoles, 7 de febrero de 2018

PLASTINACIÓN

Con las variantes que dicta la madurez conservé una inquietud infantil: verme por dentro. De niña me invadieron incógnitas sobre la parte oculta de mí misma, mis adentros se dejaban sentir con peristaltismos, latidos, tinnitus, dolores. Pero cómo sería recorrerlos en su conjunto,  quizá nos hacía falta otro sentido. Una película respondió a mi inquietud: “Viaje fantástico”, 1966. Me trancé: el cine me permitía mirarme por dentro.  Después vinieron los artículos de la revista “Selecciones”: Soy el corazón de Juan, los pulmones de Juan, las venas de Juan, etc. De adulta, entonces, me hice asidua de la National Geographic.  ¡Oh, mi cuerpo!, exclamó Whitman que le cantó al cuerpo y enumeró sus partes. De manera que cuando anunciaron Los Cuerpos de Gunter Von Hagens  me emocioné. Llegaba al museo La Tertulia de Cali una muestra amplia de la anatomía que está debajo de la piel. Esta vez, en lugar de inquietud, tenía expectativas. Me pregunté si en la colección vendría la piel. Ya la había visto, en una fotografía, exhibida por un cuerpo como si fuera un zurrón. ¿Menos dramático? Está bien, pero igual de ilustrativo: una funda. Eso se llamaba composición. Crecieron mis expectativas. No sólo aparecían los órganos como si estuvieran irrigados por sus torrentes. La genialidad vinculaba la ciencia y el arte, y no se sabía en qué lugar ubicar la producción. En ambos lados porque todo se entrevera, opiné. La conjunción entre la ciencia y el arte, en todo caso, producía la plastinación. Pero, ¿en qué consistía? Con el fin de asistir menos ignorante a la exposición, eché mano de mis nociones sobre embalsamamiento y entendí: el centro Von Hagens inicia el proceso con la misma batalla de todas las civilizaciones a lo largo de la historia que consiste en neutralizar la postrera manifestación de la vida en el cuerpo: las bacterias. Estos tiempos cuentan con el formaldehido. En la siguiente etapa, y tal como lo establecieron antiguas civilizaciones, se extraen los fluidos pero con técnicas más contundentes: inmersión en acetona, exposición a una solución polimérica, encerramiento en una cámara de vacío. Los químicos lo pueden explicar. Dicen que el vacío esfuma la acetona y la solución impregna cada célula. Después, el cuerpo, o su parte, ya investido de plástico recibe el toque último para la consolidación de esa especie de eternidad. Se lo confieren, como un soplo de vida, tres componentes, los de siempre, los únicos: calor, luz y, un elemento gaseoso, equiparémoslo con el aire. Ya, menos ignorante, estuve lista para  sumergirme en una alucinación, de qué otra manera llamarle al milagro de verse uno por dentro. Al momento del ingreso fui presa de los efectos que, en mí, produce el arte: expansión del espíritu. Mudez.  Como irrigada por sus líquidos, dominaba el panorama la anatomía muscular en varios de sus actos: correr, danzar, saltar, amar. Concluí, de paso, que yacer no tiene gracia. No niego el gusto. Los repasé varias veces antes de quedar extasiada ante ese cuerpo hermoso que exhibía, como un ropaje, su piel. Interpreté: apenas un órgano, el externo y protector de  los veinte restantes. ¡Maravilloso! Pero, uno de veintiuno. Sólo uno. Así voleado como un trapo, alude a la infamia más perniciosa de la humanidad: el racismo. Piel, en película de plástico, incolora. En cien años tendrá el color de la tierra. Continúo: me regocijé viendo el sistema vascular, las intrincadas redes arteriales, los cortes transversales y sagitales del cuerpo, estuve boquiabierta ante el corazón, los riñones, los pulmones. Pero me desconcertó un detalle: una banda en la muñeca. Me dije: se desparramaron los tendones a causa del traslado, y alguien, un lego absoluto, echó mano de un recurso prosaico, casi reprochable, para sostenerlos. ¡Los fijaron con un micro poro!, exclamé en voz alta. Y la vergüenza cedió en ternura, de esa que se deshace en lágrimas, hacia la naturaleza y sus procedimientos, cuando alguien me explicó: Es el ligamento que sostiene los tendones. Luego, tomándome un café, recordé al poeta: …la expresión del hombre perfecto se manifiesta no sólo en su rostro/Está también en sus miembros y articulaciones; está, de modo singular, en las articulaciones de sus caderas y de sus muñecas.

lunes, 22 de enero de 2018

FELISA BURSZTYN


Como todo en la vida, el cerco contra el infierno contribuye a crearlo. Felisa se asa tras la máscara, las gafas y el delantal, la piel está que revienta en llamas, pero falta poco para completar la creación. Con acero de la misma remesa, elabora el último aro. El montón de chatarra, sin embargo, no prometía mayor cosa, apenas latas para ensayar sus inventos. Pero, escarbando, encontró unos pedazos de acero que resultaron ser suficientes. Y ahora surge una escultura como ella espera: con personalidad. No optó por la autógena para forjar hierro sino para insuflarle espíritu a la chatarra, eternidad a su alma. Con esta pieza, quedará lista su nueva colección de formas parecidas a nada. Esta de ahora, sólo para dar una idea, pues estas son palabras sin ilustraciones ni fotos, esta puede describirse como una guirnalda de aros, semejante a los antiguos ejercicios de caligrafía, pero está enroscada y, al mismo tiempo erguida sobre una plataforma trapezoidal y en declive. También hay una empalizada de garabatos a punto de volar, unas láminas en íntima comunión, y un exquisito espejo de cartuchos. Ninguna de las esculturas tiene parangón en el mundo, nada copian, ella habla de dar “nuevo uso a lo aparentemente muerto”, pero se queda corta, en realidad, se trata de un paso concreto a mejor vida pues las latas ascienden de una bodega de chatarra a un ambiente espiritual o de lujo sea que se queden en el Museo de Arte Moderno de Bogotá o vayan a parar a una mansión. Cuando les esperaba un futuro de óxido en esta vida, llega Felisa, también escapada de algo semejante al moho, y su pulso femenino  infunde alma con vibraciones de su vida que se agota, como todas las vidas.  De la suya rinde cabal cuenta el soplete cuyas plumas tienen un efecto búmeran, primero fijan las partes de la pieza y luego se devuelven a sus torrentes y les ponen alquitrán a sus pulmones y esquirlas a su corazón.