jueves, 23 de mayo de 2019

GUITARRERA




En realidad sí nos creó un soplo, un aleteo repentino del aire no se queda en viento sino que produce efectos insospechados, en mi caso estremecimiento y un oficio. Como primera medida, se me erizaron los pelos, no digo vellos porque el cuero cabelludo reaccionó en mi región occipital. Yo estaba en la elba, acababa de zarandear el café, abajo, la casa sola, ni gato que trepara ni perro que batiera la cola,   el minino estaba confinado en una jaula mientras sanaba de una conjuntivitis; y Conga andaba detrás de mi papá recorriendo la finca, mi madre estaba mercando. Los hermanos, en la escuela. En el corredor,  colgaba de un clavo la guitarra, nadie la tocaba, años atrás la había comprado mi papá por un doble motivo: un despecho y una canción: “Llora guitarra porque eres mi voz de dolor” Nunca lloró ni ella ni nadie tocándola. En su lugar, nací yo, entonces mi padre preguntó sobre guitarristas famosos y el profesor, en el bar de Manolo, le dijo: Jimmy Hendrix. ¿Quién es? Ya le dije: un guitarrista. Pero, ¿qué toca? Rock. Yo no soy aficionado al rock, mejor le pongo Garzón o Collazos, ¿cómo quedaría uno de esos apellidos para bautizar una niña? Garzón significa muchacho, viejo man, una ligera diferencia con el francés en cuanto a la escritura, pero es muchacho.  Collazos, por su parte, sólo habla de un apellido, además, ellos no son famosos ni siquiera aquí, en cambio Hendrix es una estrella de talla mundial. Como los nombres raros siempre hacen carrera, mi papá lo consideró, no me puso Jimmy porque las niñas no se llamaban así, en cambio Hendrix podía pasar por femenino. Ya con uso de razón estuve de acuerdo con tener nombre de guitarrista pero hubiera preferido llamarme Santana Molano Torres, primero porque escuché a “Flor de luna” y a “Mujer de magia negra”, segundo porque en la escuela me matoneaban: liendre, me decían. Llegué a fantasear con que me llamaban Santana, pero cuando soñaba no lograba imaginarme a mí misma sino a Carlos Santana, que  vibraba como una cuerda cuando tocaba la guitarra, así lo había visto por primera vez  en un video de Woodstock, si alguien no queda impactado es porque está muerto.  El sonido de una  guitarra, entonces, me inspiraba, no para tocarla sino para sentir. Después quise  bailarme el cuatro de Yomo Toro, ahora definía lo sublime: el espíritu cuando desborda la materia. Supe cómo se llamaba por Héctor Lavoe que lo nombraba en “La murga de Panamá” Después lo identifiqué en muchas canciones de la Fania all Stars. Antes, de chiquita, escuché otras guitarras, las de Garzón y Collazos, los ponían en la emisora que sintonizaba mi papá, yo pensaba que se trataba de un sonido torrente de cuerdas en “Los guaduales” Yo era una muchacha musical, sin embargo nunca bajé la guitarra de su clavo hasta ese día. Dejé el café bien esparcido en sus cajones, abajo todo quieto, el platanal y los cafetales. Y ni un pájaro volando. Entonces mis oídos escucharon un leve sonido de cuerdas. Al principio me asusté pero bajé a hacerle frente, estaba dispuesta a desmayarme del susto al ver nada menos que al duende con su sombrero más grande que él, pues el sonido era dulce, sólo una guitarra destemplada lo espantaba. Pero, además de considerar al mito con su leyenda también elaboré una explicación: un amague repentino de los vientos de julio se coló por entre el platanal, entró al corredor y estremeció las cuerdas de la guitarra. Se entabló un contrapunteo conmigo: No había viento. Dije amague. No había viento. Amague significa repentino. No, significa intento. En el diccionario, pero en el mundo real puede ser un soplo de viento porque julio ya está llegando. Hmmm. Es un llamado. Hmmm. El duende no existe. Hmmm. Esas dos expresiones de mí misma, entiéndase miedo y valor, establecieron su equilibrio en ese punto medio que permite el desempeño corriendo pequeños riesgos aunque sin epifanías verdaderas. Descolgué la guitarra: lo primero que hice fue ejecutar un rasgueo y estornudar a causa del polvero. Pisé tres cuerdas, no sé cuáles, siguiendo una lógica elemental: cada dedo pisó una cuerda, y quizá porque cordial y anular se apoyan en la caligrafía los puse en el mismo traste; y porque el índice conserva una relativa independencia con respecto a los otros dedos quedó en el traste anterior. Juro que sonó un acorde. Quedé encantada aunque con rinitis. Luego, limpiando la guitarra exploré las clavijas y el oído me orientó, estaba dotada como casi todo cuerpo. Establecí un charrangueo con la misma posición de los dedos pero bajando y subiendo por el mástil. Desestimé el hecho de que no hay peor ruido que el de un instrumento mal tocado y pasé charrangueando unas cuantas tardes, hasta que  a mis padres les hizo ilusión y me fotocopiaron una cartilla. Las claves de sol y de fa fueron mis caballitos de batalla, ellas se encargaron de afianzarme en una práctica que, para mi salud mental, oscila entre afición y oficio, de manera que transito una zona de amplio espectro de la cual no precisaron ni  Santana ni Hendrix porque, en un giro de tuerca, transmutaron su ser en vibración, sino cómo es que del nylon brota alma o se fusionan fibras, cómo es que de su toque emerge el espíritu humano. El resto de mortales constituyen un telón de fondo, yo entre ellos, rasgando la guitarra con la misma técnica de cualquier mortal, para ganarme la vida en noches de ronda.








miércoles, 6 de febrero de 2019

EL BESO MÁS TRISTE


Pobre mi boca, ella sola se escabulle con una risa, suena jijí, horrible. Digo que no lo quiero pintar, borro ese medio beso carmín  que le quedó  en la piel, lamento la mancha en su camisa, intento preocuparlo, habrá un reproche, con justa razón, ¿qué dirá? Que te amo. Lástima no poder decirle: viejo tonto. En cambio me afano, cómo es de útil el dedo índice, porque resulta ser lo menos asquiento de mi cuerpo, con aplicación limpio la mancha en su cuello, así compenso las muchas veces que lo esquivo. Odio sus labios blandos, cuando me dice que lo bese a puerta cerrada me dejo besar, me da una orden perentoria: ¡Bésame! No cierro los ojos, los aprieto con un temblor de párpados, ya sé cómo es chupar una víscera cruda, ¡si pudiera pensar en otro! Aquí, en el restaurante, la señora de enfrente me dijo con una mirada: De manera que te vendés…, y no me refiero a la prostitución, las trabajadoras sexuales no se venden, ellas ejercen un oficio, además, tienen sus reglas, ¿una? No besan.  Creo adivinar por qué: la boca es receptora de una cosa muy sagrada: el pan de cada día. Con una mirada también me fustigó, cuando él trataba de voltear mi cara para besarme la boca. El beso cayó en la comisura, ella dijo: ¡Qué asco!, ¡guácala!, grandísima tonta. Me humilló con una mirada en sesgo: yo estoy aquí, libre, con mi marido, cinco años de diferencia no quita que seamos contemporáneos; ¿ves?, nos besamos.
Yo clamaba al cielo: que llegue la comida, que llegue. Tenía el plan de ocupar mi boca en toda su capacidad. Qué tal atarugarme y hacerlo comer a él, ofrecerle de mi plato. Porque hoy tuve el acierto de pedir un menú distinto del suyo. La señora, eso es ella, su pechuga de paloma no miente, la proyecta hacia adelante y se le eleva el mentón, y su pico purísimo, ella le ha hecho el comentario al esposo, es lo más seguro, porque él también me mira en el preciso momento en que Campo  me voltea la cara de un blando manotazo, esta vez. Yo hacía que escuchaba sus palabras babosas: ¿Ah?, pasamos la tarde juntos, quiero quererte toda, desde la punta de los pies hasta la coronilla; hasta tu boca rica. Hoy la palabra más fea del vocabulario es la palabra “rica”, le suena una “i” contaminada de “u” y de morbo. La señora, sé que le detalla su cara fofa, pero aunque ella sepa, no sabe que más lo son sus labios; en lo que sí acierta es en que se tintura el pelo para salir conmigo, que se pone camisa estampada para verse jovial, que es obcecado y se le olvida su dolor, que parece adinerado porque sale con una muchacha bonita. Sí, sé que lo vio inflarse como un balón, tiene fisonomía para verse así. ¿Por qué miras a ese tipo?, ¿lo conoces?, dice. Su mujer nos mira, digo. Es una vieja chismosa, dice. Pero ella es menor que Campo,  podría ser su hija, y yo, hija de ella. Él habla herido porque no puede decir: ella te tiene envidia. No sabe decir: ella te compadece. No dice: ella piensa que estás conmigo por la plata.
 La señora sabe mirar sin dirigir sus ojos hacia el objetivo. Tiene un campo de visión semejante a… ¿cuál es el animal que abarca trecientos sesenta grados con sólo mover los ojos?, ¿es un reptil? Así es ella, y con un único punto ciego: la náusea. Él intenta volver mi cara hacia la suya, los labios se estiran para pescar mi pobre boca; pero mi cabeza tiene una traba, el músculo se encalambró, hay un atascamiento en las vértebras. La señora ríe mientras come, habla con su marido, la risa parece agua fresca; él la acaricia, ella recibe la caricia como si le cayera una flor encima. Campo, le digo así porque esa parte de su nombre me suena bien, decirlo completo, Campo Elías, me produce algo entre rabia y vergüenza, él habla palabras viscosas, yo no sabía que las palabras tuvieran textura, y las atraviesa con un resuello, él hiere de muerte a las palabras… Palabras, deseos, cosas a destiempo, prematuro es algo que se adelanta a su momento; ¿existe una palabra para aquello cuyo tiempo ya pasó?
Sentí la mirada de la señora, mientras escuchaba a su marido me miró: ¿Ya viste que los hombres viejos se convierten en sapo cuando están con una muchacha? Pues yo sí, desde mi puesto lo veo;  debés tener sensación de mariposa cuando se queda pegada en la lengua del batracio. Hay que tener en cuenta, muchacha, que nunca un sapo se ha convertido en príncipe; y que ninguna metamorfosis entre especies resulta ser exitosa, ¿viste La mosca?, muchacha. Y, ¿te has preguntado por qué el hombre araña se viste con ese ridículo traje y esa sofocante máscara? No señora, no vi La mosca, he visto el tráiler, cuando él se está transformando. Es una película vieja. Pero actual, muchacha, ¿ves?, apropiada para este momento. Tampoco había caído en cuenta de la pinta del hombre araña, debe ser bien feo por debajo, digo, en su anatomía cuando sufre la metamorfosis. Y, sí, usted deduce bien a partir de lo que ve; yo lo siento y le confirmo: también tiene la piel fría y las manos torpes, como si todo él fuera una vejiga. Manos de sapo pero rechonchas. Así opera la metamorfosis de la que te hablo, sin ningún empalme, sin un proceso evolutivo que incorpore  uno en el otro, se vulnera la armonía en su totalidad. Oiga, señora, pero las sirenas no son feas y el centauro tampoco. Lo que pasa, muchacha, es que somos tolerantes con la mitología griega, y sí, niña, puedo ver cómo avanza hacia tu boca; no es un hombre sino un anhelo, un anhelo baboso. Y ¿qué es lo que transpira? No sé, quizá lágrimas.
 Por fin mi trinchera, me armo con mi cuchara, los fríjoles me reconcilian con el mundo, me producen sentimientos de gratitud, estos están exquisitos; el chicharrón está carnudo y crocante, muerdo y degusto, la fruición se propaga por todo mi ser, enciende mi rostro, percibo en mis manos un ligero temblor, ¡ah!, una expansión pulmonar me deja saber que yo estaba sufriendo una apnea y ahora respiro de nuevo. ¿Sabés, mi muñeca?, quisiera ser chicharrón, para que me comas con ese placer, ¿entiendes? Ni porque fuera tonta, digo, y sigo comiendo. Insiste en besarme. Campo, déjeme comer y coma usted.
La pareja ha pagado el almuerzo, la señora saca la llave del carro, contundente el mensaje, la volea con énfasis, como si tocara una campana y yo entiendo. Entonces imagino que salí del restaurante, dije que iba al baño, pero salí caminando por la carretera, acerté en la dirección que tomaría el carro de la pareja, ella manejaría, eché a andar, ya habría caminado un trecho largo cuando ellos salieran; eché dedo, ella entendió, detuvo el carro, me recogieron. Y yo no volví a la empresa.