jueves, 19 de octubre de 2017

TRANSFIGURACIÓN DE LA ABUELA






Quedé viuda y algo desalojó mi cuerpo, ¡pah!, hizo saltar un tapón unánime que amarraba sentidos, espíritu y cabeza, todos en uno como la Trinidad, juro que lo oí: ¡pah! y floté. ¡Cómo era de liviana la luz! Ahí estaba, bajo mis pies y yo, la sobreaguaba, chapoteando, perdida la mirada ante esa curiosa dimensión que cobraba el mundo: liviana. En plácida armonía las cosas con la fuerza de gravedad. Y ella conmigo, leve. Para mis hijos que, estupefactos, me miraban, lo que sucedía era que, bajo mis pies, y sólo bajo mis pies, el piso se movía. Nada pudo evitar que sobre mi renca humanidad cayeran pésames rapaces, agobiantes conmiseraciones, chubasco de lágrimas. Demasiada cosa encima de mi mareo. Afligidos, mis hijos lloraban un duelo doble,  su padre muerto y su madre viuda. Tenía que ser infinito su dolor, tanto que el llanto se quedaba corto para expresarlo. Entonces, ella, o sea yo, vomitaba, cómo vomitaba. Las arcadas me dejaron incapaz de servirme del bastón que uso desde los cuarenta y siete años… … Dejemos a los muertos descansar en paz. De nada sirvieron el mareol, ni las agüitas, ni el apretón sincero. En  brazos de un par de nietos encabecé el cortejo fúnebre. El mareo  y no otra cosa me mandaba de bruces contra el féretro. El ansia quería desalojar órganos y mucosas, y mi estómago respondía con sus diezmados jugos. Compungidos los asistentes, ni siquiera fruncieron la nariz,  para ellos, estoy segura, ese fue un creativo espectáculo del dolor. De regreso pedí a mis lazarillos que caminaran despacio porque yo estaba sintiendo demasiado. Así se los dije: Sintiendo demasiado. La sorpresa me impedía ser precisa: Sintiendo demasiado diferente. Ellos me miraron como al que se muere. Dicen que detectaron en mí una extraña levedad, y la identificaron con el paso por el túnel aquel, el que antecede al  último resplandor de las neuronas. ¡Yo le seguía los pasos a su abuelo! Se lo comentaron a sus padres: Menos no se espera de una unión de cincuenta años, dijeron ellos. Pero yo los consolé. O los decepcioné. Entre nueve hijos y cuarenta y siete nietos caben las dos alternativas. Les dije: ¿Así se siente la vida? ¿De manera que el alma no es de plomo? Yo creía. A nadie nunca le pregunté pero siempre me resultó muy raro que este cuerpo pesara menos que el alma invisible. De niña no lo supe porque los niños ignoran muchas cosas. Lo supe a los catorce años, poco después del matrimonio. Y me acostumbré. Entonces, perdí de vista esta forma de sentir la vida: liviana y agradable. ¡De manera que existe otra forma de sentir!, ¡de manera que el aire se deja respirar!, dije. Y todos se miraron. Y no dijeron nada cuando les anuncié: Para estrenar mi nuevo ser, me voy a conocer el mar.